viernes, 12 de diciembre de 2014

Piensa que la alambrada solo es un trozo de metal

Ayer fui a Muskiz, Bizkaia, al acto de entrega del Osmundo Bilbao Garamendi, el certamen de que viene organizando, desde hace ocho años, la Asociación Alez Ale. Es este, sin duda, uno de los certámenes de narrativa solidaria más prestigiosos de la península y ayer pude comprobar la razón. La sencillez, la humildad y la reivindicación social casan muy bien con la literatura y ayer pasé una tarde inolvidable.

Enhorabuena al resto de ganadores y ganadoras, que podéis leer aquí, y quiero mostrar mi agradecimiento a Almudena, Alberto Bargos, la familia de Osmundo y a todo ese grupo humano, tan humano, que tuve el gusto de conocer ayer.

Por último, aquí os dejo mi relato, que el jurado tuvo la inconsciencia de proclamar ganador.



Piensa que la alambrada solo es un trozo de metal


Me lo soltó de sopetón. Ya conocéis a mi hija, ya sabéis cómo es. Y, aunque no se lo llegué a confesar, me llenó de alegría, de orgullo, de dicha, nunca hubiera podido imaginar que, a estas alturas de la vida, algo me hiciera tan feliz. Y es gracias a ella que estamos hoy aquí, en el aeropuerto, esperando que el vuelo de Tinduf llegue puntual, a bordo la niña que va a pasar el verano con nosotras.

           Mouna.

           Once años.

           Muy buenas notas.

           Y guapa, muy guapa, según las fotos.

           Hay otras familias, periodistas, pancartas, juguetes. En todos los rostros, la misma ilusión, ya sea la primera vez, como nos pasa a nosotras, ya estén esperando volver a abrazar a una de esas criaturas que tanto se hacen querer, a quien tanto echan de menos durante el año.

           Mi hija me toma la mano, la aprieta más bien, me sonríe, tan nerviosa como yo, un peluche bajo el brazo y un montón de miedos y sueños confundidos en el alma. Cuando la puerta de llegadas se abre y aparecen tras el cristal esas caras infantiles sonrientes, ella libera mi mano y yo mi memoria.

           El Aaiún, 1970.

           Veinteañera, enfermera del ejército de tierra, llena de espíritu de aventura, vaya rebote se cogieron en casa cuando elegí destino. Conocer mundo, un sueldo mucho mejor, ayudar a gente necesitada... No, no, ninguno de mis argumentos les sirvió, mi padre que ni siquiera me dijo adiós cuando cogí el tren, mi padre, todo un coronel de infantería, que se echó a llorar el primer domingo que les llamé desde el Sahara, pobrecito mío, mi niña, mi niña, no dejaba de repetir, la voz ahogada por sus sollozos.

           Y por los míos.

           Éramos pocas y no había muchas cosas que hacer en nuestro tiempo libre; eso sí, hombres no faltaban, soldados, legionarios, policía territorial, funcionarios de la administración, maestros y hasta algún cura, para la población europea, claro está. Uniformes, uniformes, uniformes. Chicos jóvenes, muchos en contra de su voluntad, sobre todo aquellos a los que les había tocado hacer la mili en el Sahara.

           Si tenías el sábado libre, no era raro pasarlo en la piscina del Parador Nacional, vagar luego por el Zoco Nuevo o la plaza de España, ver en el cine Las Dunas a Jane Fonda besando a Robert Redford en Descalzos por el parque o bailar un poco, castamente, en el Casino de Oficiales o en el guateque que organizase en su casa alguno de los médicos del cuartel, minifaldas, patillas, Si yo tuviera una escoba y Con un sorbito de champán. Y si te tocaba estar de guardia —bien para darle un par de aspirinas a algún recluta con insolación, bien para enyesarle el brazo roto después de un partido de fútbol—, siempre podías matar el tiempo viendo a Joaquín Prat y Laurita Valenzuela en la tele en blanco y negro de la sala de enfermeras.

           Aquel miércoles no tenía por qué ser diferente.

           Hasta que empezaron a llegar; cabezas abiertas a porrazos, ataques de pánico, intoxicaciones por botes de humo, fracturas, alguna herida de bala.

           —Los saharauis han montado una bien gorda, han apedreado a los antidisturbios en Zemla. Luego ha llegado la Legión y los han disuelto a tiros —me confesó Virginia, que tenía un novio en la policía territorial—. Pero yo no te he dicho nada, no te he dicho nada, que no quiero líos.

           Cuatro murieron en quirófano.

           Cuando acabó mi turno, y pese a que las calles de El Aaiún estaban tomadas por los militares, me acerqué a los barrios nativos, Land Rovers en las esquinas, jaimas arrasadas, legionarios armados y nerviosos, megáfonos anunciando el toque de queda.

           En cada bocacalle la alambrada de espino cercaba a la población saharaui, que quedó recluida en sus barrios de chabolas y adobe, como si quisiéramos dejarla encerrada en un gueto, algún viejo con chilaba mirándome desde el otro lado, sorprendido, incrédulo.

           Llegaron las investigaciones, policiales, militares, judiciales.

           Vinieron los periodistas.

           Y la tele.

           Pero las órdenes de la superioridad y nuestro juramento fueron tajantes, no sabíamos nada, no habíamos visto nada.

           Ese miércoles sangriento nunca existió.

           No supe saltar la alambrada.

           Desde entonces, no he dejado de sentirme culpable ni un día, por mi silencio, por mi cobardía, por mi actitud cómplice con aquellos asesinatos, remordimientos que se multiplicaron cuando les abandonamos a su suerte en 1976.

           La niña abraza con timidez a mi hija y luego se dirige a mí:


           —Y toma, este regalo es para ti.

           —¿Por qué, Mouna? 

           —Porque vas a ser mi abuela de verano; para siempre, ¿verdad?

           La beso.

           Esta niña saharaui, en dos minutos, me ha liberado, me ha reconciliado conmigo misma. Sus ojos y su sonrisa han perdonado mi silencio y mi pecado de cuarenta años; ella me ha redimido, me ha salvado.

           Ella.

           Ella sí ha sabido saltar la alambrada.

           Y nunca se lo agradeceré suficiente.


 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Una decisión peligrosa, de José Javier Abasolo

Pese al intento de conquista en 1512 por parte de Fernando el Católico (también conocido como el Falsario), en 1940 el Reino de Navarra sigue siendo un estado independiente a ambas faldas de los Pirineos.

Con esta premisa tan sugerente, José Javier Abasolo construye una ucronía (lo que los británicos llaman whatif) en su última novela, Una decisión peligrosa.

Nuestro viejo reino, encajonado entre la España franquista y la Francia ocupada por los nazis, mantiene una difícil neutralidad ante el conflicto europeo y el rey Teobaldo IV es la cabeza de la Iglesia Reformada de Navarra, una Navarra donde el protestantismo es la religión predominante, judíos y católicos son minoría y el Athletic Club ha ganado ocho ligas consecutivas (el autor no nos aclara si en su plantilla figuran jugadores franceses y riojanos).

A partir del asesinato del arzobispo católico de Pamplona y cardenal primado de Navarra, Abasolo construye un thriller político y de espionaje, en el que Iruñea es un hervidero de agentes secretos que tratan de arrastrar al pequeño estado pirenaico a sus respectivos bandos en guerra.

Pero, ante todo, y como cabía esperar, Abasolo ofrece una nueva lección de literatura policíaca, con personajes sólidos pero contradictorios (espectacular el comisario Da Silva) y una trama envolvente y de final, cómo no, inesperado; todo ello, como decimos, en un escenario histórico tan sugerente como atractivo que el autor maneja con solvencia para dibujar paralelismos con ciertas situaciones dramáticas sufridas en nuestra tierra.

La única duda que me queda, desasosegante, es la de cómo nos apañaríamos los pamploneses protestantes para honrar a San Fermín.

Que, por cierto, ya falta menos.