Buena parte de mi obra pertenece a un género que podríamos denominar narrativa solidaria. Como ejemplos se pueden citar los relatos galardonados en certámenes como el Paso del Estrecho, en Granada, o el MostrARTEnavarra, en Pamplona. El balón de oro ha sido considerado merecedor de un accésit en el Osmundo Bilbao de Muskiz (Bizkaia) y ha sido publicado por la Fundación Juan Bonal, que lo distribuirá en la Red de Bibliotecas de Navarra, cosa que creo que les vendrá muy bien, con eso de que no les dejan comprar libros.
Me gusta escribir sobre estas cosas, y más ahora que creemos estar tan jodidos. Pero siempre habrá gente que esté peor. Aquí os lo dejo.
Una nueva ciudad.
Cientos de kilómetros de distancia.
Sólo vuelves por vacaciones y no siempre.
Trabajas duro.
Pero compartes tu vida con otros niños que persiguen tus mismos sueños y que temen a tus mismos miedos.
Todo el día pegados a una pelota. La mimamos, la sobamos, la acariciamos, la amamos y también la odiamos. Dicen que nuestras instalaciones son las mejores del país. Nos cuidan bastante bien y la comida no está nada mal. Confían en nosotros. Y nuestras familias están felices y orgullosas.
Sin embargo nuestra infancia poco tiene que ver con la de Diego en Villa Fiorito. Ni con la de Leo en Rosario. Ellos, chicos humildes, de barrio, hijos del desempleo y la pobreza, el día entero con el mismo chándal, dando patadas a viejos balones deshinchados, pelados, descosidos, dejándose jirones de las rodillas en canchas de cemento, grava o asfalto, entre casuchas de uralita y cartón. Hasta que un día llegaron a ser lo que llegaron a ser.
Nuestros balones, en cambio, han sido siempre nuevos, relucientes, brillantes. De las mejores marcas, las más famosas. Casi te deslumbran cuando los ves por primera vez, cuando los tocas, cuando hinchas tus pulmones de ese olor tan especial que desprende el cuero nuevo, cuando recorres cariñosamente sus costuras con las yemas de los dedos. Son los mismos balones con los que vemos jugar a nuestros ídolos en la tele.
En la Liga.
En la Premier.
En la Champions.
Hoy ha venido uno de ellos a visitarnos. Ha sido increíble. Vaya sorpresa. Ha jugado con nosotros un rato. Cómo regatea, cómo chuta. Es fuerte y rápido y no ha dejado de sonreírnos. Cuando se ha ido se ha entretenido un rato enredando sus dedos en mi pelo negro y me ha regalado otra sonrisa y un póster firmado.
Tras él se ha marchado la corte de fotógrafos y cámaras de televisión que le acompaña. Él siempre sonriente.
Qué majo.
Mi compañera Subetha dice que es el que ha pagado la ampliación, la ampliación de la escuela a la que vamos cada tarde después de pasarnos la mañana entera cosiendo balones.
Me gusta escribir sobre estas cosas, y más ahora que creemos estar tan jodidos. Pero siempre habrá gente que esté peor. Aquí os lo dejo.
El balón de oro
Con apenas once años sales de casa. Eres un crío pero ya tienes tus ilusiones. Y aunque resulte tan doloroso, abandonas esperanzado tu familia, tus cosas, tus calles, tu pueblo. Pero tu vida se llena de nostalgia. De nostalgia y de suspiros. Sobre todo cuando los echas de menos. Porque los echas de menos. Muchísimo. A tus amigos, a tus hermanitas y hermanitos, sois seis, a tu abuela, a papá, a mamá. La que más a mamá. Sus besos, su paciencia, sus caricias, su olor, sus meriendas.
Con apenas once años sales de casa. Eres un crío pero ya tienes tus ilusiones. Y aunque resulte tan doloroso, abandonas esperanzado tu familia, tus cosas, tus calles, tu pueblo. Pero tu vida se llena de nostalgia. De nostalgia y de suspiros. Sobre todo cuando los echas de menos. Porque los echas de menos. Muchísimo. A tus amigos, a tus hermanitas y hermanitos, sois seis, a tu abuela, a papá, a mamá. La que más a mamá. Sus besos, su paciencia, sus caricias, su olor, sus meriendas.
Una nueva ciudad.
Cientos de kilómetros de distancia.
Sólo vuelves por vacaciones y no siempre.
Trabajas duro.
Pero compartes tu vida con otros niños que persiguen tus mismos sueños y que temen a tus mismos miedos.
Todo el día pegados a una pelota. La mimamos, la sobamos, la acariciamos, la amamos y también la odiamos. Dicen que nuestras instalaciones son las mejores del país. Nos cuidan bastante bien y la comida no está nada mal. Confían en nosotros. Y nuestras familias están felices y orgullosas.
Sin embargo nuestra infancia poco tiene que ver con la de Diego en Villa Fiorito. Ni con la de Leo en Rosario. Ellos, chicos humildes, de barrio, hijos del desempleo y la pobreza, el día entero con el mismo chándal, dando patadas a viejos balones deshinchados, pelados, descosidos, dejándose jirones de las rodillas en canchas de cemento, grava o asfalto, entre casuchas de uralita y cartón. Hasta que un día llegaron a ser lo que llegaron a ser.
Nuestros balones, en cambio, han sido siempre nuevos, relucientes, brillantes. De las mejores marcas, las más famosas. Casi te deslumbran cuando los ves por primera vez, cuando los tocas, cuando hinchas tus pulmones de ese olor tan especial que desprende el cuero nuevo, cuando recorres cariñosamente sus costuras con las yemas de los dedos. Son los mismos balones con los que vemos jugar a nuestros ídolos en la tele.
En la Liga.
En la Premier.
En la Champions.
Hoy ha venido uno de ellos a visitarnos. Ha sido increíble. Vaya sorpresa. Ha jugado con nosotros un rato. Cómo regatea, cómo chuta. Es fuerte y rápido y no ha dejado de sonreírnos. Cuando se ha ido se ha entretenido un rato enredando sus dedos en mi pelo negro y me ha regalado otra sonrisa y un póster firmado.
Tras él se ha marchado la corte de fotógrafos y cámaras de televisión que le acompaña. Él siempre sonriente.
Qué majo.
Mi compañera Subetha dice que es el que ha pagado la ampliación, la ampliación de la escuela a la que vamos cada tarde después de pasarnos la mañana entera cosiendo balones.
Pues este otro no iba a ser menos que los demás. Precioso relato...
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Verónica.
ResponderEliminarBenetan polita.
ResponderEliminarSiempre me sorprendes al final del relato. Muy bueno, grande Carlos!!!!
ResponderEliminarMe alegra que os guste.
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