El pasado 7 de marzo, en Aranda de Duero, este cuento resultó ganador del X Certamen de Relatos por la Igualdad de Género. Para mí iba a ser una jornada de fiesta pero, una vez más, el terrorismo machista nos amargó el día.
Aquí os dejo el relato.
Siempre, siempre me han llamado marimacho. ¿La razón? Si te soy sincera, no tengo ni puñetera idea. Tópicos, supongo. Y la gente, la gente, que le gusta mucho hablar, hablar y hablar, hablar por no callar, siempre raja que te raja, sobre los demás, claro, como si no tuvieran bastante con sus vidas; qué simple es la peña, hay que joderse, qué simple, y qué cotilla, y qué imbécil.
Crecer rodeada de hermanos, jugar a balonmano desde los siete años, maquillarme cuatro veces contadas al año o haber estudiado FP, rama mecánica.
Por lo visto, eso marca.
Que te vean siempre con el pelo corto y el mono azul de prácticas manchado de grasa o que no se te haga el coño agua ante el primer chulazo guaperas que te mire en un bar.
Marimacho.
Así te llaman.
Aunque los tíos me ponen, joder, vaya que si me ponen.
Pero parece que hay uno que no se quiere dar cuenta.
Aunque ese sea otro tema.
En fin.
El caso es que, cuando montamos la fiesta para celebrar mi enganche, no fue demasiada la gente que se sorprendió. Mi madre muy poco y mi padre todavía menos. Y a los imbéciles de mis hermanos les dio igual. Eso sí, mis amigas se hartaron de pedir y, sobre todo, de imaginarse explicaciones.
A la Legión, qué guay, tía.
¿A la Legión? Estás chalada, tía.
La Legión. Eso estará lleno de tíos, tía.
Nunca he tenido claro el porqué, pero sentía curiosidad. Curiosidad y atracción. Verles de cría en los desfiles de la tele, en mangas de camisa pese al frío de pelotas, el paso a toda leche, el mentón bien tieso y la cabra, claro, siempre la cabra, la borla del chapiri danzando al ritmo de ese trotecillo tan cómico.
De aquellos sueños infantiles vinieron estos lodos adultos. Cuando te planteas en serio la idea, las dudas se te agarran al alma y no te sueltan, que si esto que si lo otro, que si es un trabajo vocacional y no estás muy segura, que si es solo para gente muy muy muy convencida. Comerte el coco sobre la almohada, hasta las tantas, los ojos como platos clavados en el techo, pensando en si servirás o no.
Miedo, miedo al fracaso, miedo a no poder.
Miedo a no volver.
Darle vueltas a si no sería preferible buscarse un curro más sencillo, más normal, más como para mí, más femenino, como te llega a decir algún —o alguna— gilipollas.
Pero no. Te lanzas. Empiezas a prepararte y superas los obstáculos, los que te has puesto tú, los que te pone esta sociedad y toda la retahíla de pruebas físicas y psicotécnicas que hay que pasar antes de que te admitan.
No fueron fáciles los meses de instrucción en Viator, lejos ya de casa; saltar de la cama a toque de corneta, a formar, a correr, pedregal arriba, pedregal abajo, la mochila cargada, el uniforme empapado de sudor, de lluvia, el hombro amoratado tras cada práctica de tiro y las botas, siempre las putas botas, jodiéndote los pies.
¿Novia de la muerte?
Los cojones, novia de las ampollas.
La verdad es que éramos pocas. Pocas y, al principio, bastante asustadas. Las damas legionarias. No sabíamos muy bien dónde caíamos, cómo nos iban a tratar, si nos iban a infravalorar, por ser chicas, o a hiperproteger, por lo mismo. Y no sabíamos con cuál de las dos alternativas quedarnos.
Si es que alguna de ellas era preferible a la otra.
Pero no hizo falta elegir una, no. Porque al final resultamos ser como todos, sin polla y con tetas, eso sí, pero iguales, como nuestros compañeros, como los caballeros legionarios.
Y ya hace tiempo que el cuartel Millán Astray se ha convertido en mi casa, nuestra casa, una casa que muchas tardes se escapa de esta carretera de Rostrogordo y se pierde por La Taberna Andaluza, el Döner King de Juan Carlos I, los chanquetes del Caracol Moderno, los boquerones de Casa Juanito o los zocos árabes de las callejuelas del Mantelete.
Orgullosas de nuestro trabajo, de habernos hecho un hueco respetado en este mundo tan, hasta anteayer, de hombres, solo de hombres, de los más hombres de todos. Y de no haber tenido que, por ello, renunciar a nuestras cosas, a nuestras chorradas y no tan chorradas, a salir de compras, a cotillear, a pintarnos el ojo o a querer ser madres.
Felices en Melilla.
Aunque a veces saltemos un fin de semana a la península, a Málaga, por ejemplo, para cambiar de aires y de juerga. Incluso hay ocasiones en las que subo un poquito más, a mi antiguo hogar, para ver a mis padres y a los imbéciles de mis hermanos.
Ya veo que el ejército en África te sienta de maravilla, hija, no es como en mi época, me suele soltar mi tío, que hizo la mili en el Sáhara, a sesenta grados al sol. Cada vez que le veo, el tío sube la temperatura otros cinco grados; seguro que, para cuando les visite en Navidad, el termómetro de su memoria habrá superado los cien. Imagino que, cuando sea vieja y se me caiga fofo el culo, me pondré igual de pesada recordando el Líbano y Afganistán, las patrullas, las imaginarias, el calor y las bombas.
Hoy es domingo, anoche tuve guardia, hoy toca fiesta y la aprovecho en la playa de San Lorenzo. El bikini me sienta bien, solo faltaría, con diez kilómetros diarios de carrera continua y no sé cuantas horas de gimnasio. Aunque a veces dé un poco de vergüenza nuestra piel legionaria bronceada a dos colores, con estos brazos que más parecen de ciclista, albañil o taxista.
Hace un rato que Rafa se ha traído su toalla y se ha sentado a mi lado. Nos llevamos de puta madre, es majo, amable, buen compañero, se puede hablar con él y no es feo. Polvable, dice la cabo Sáez. Y estoy de acuerdo, aunque no sea, ni de lejos, el más guapo del Tercio Gran Capitán. Pero en fin, que yo no busco eso, o sí, ya veremos, yo qué sé.
—¿Te apetece que hagamos algo esta tarde? —me pregunta.
Por un momento fantaseo con las opiniones de la cabo Sáez.
Una vez descartadas, me incorporo, me recuesto sobre los codos y giro la cabeza, mi barbilla señalando al sur, los ojos entrecerrados por culpa del reflejo hiriente del sol sobre la arena y el Mediterráneo.
—¿Marruecos?
—No sabía que te gustara fumar —me suelta Rafa.
—Y me gusta, pero me sienta de culo —le contesto—. Me refería a otra cosa, más en plan tranqui, en plan excursión.
Rafa pone cara de majadero, esa tan común entre los tíos, y termina por ponerse de pie.
Se sacude la arena de las piernas y los brazos y me ofrece su mano.
—En marcha, tía.
Estamos en Monte Arruit. Me he alejado un poco de Rafa, quiero estar sola. Tal vez este sea el motivo por el que yo quiera currar aquí, en el ejército, en la Legión, en África.
Sí, puede ser.
Aquellas historias terribles que me explicaba mi abuelo de cría, a la hora de la merienda; que me repetía lo que su tío le contara en su día sobre mi bisabuelo, sobre el padre de mi abuelo, que murió aquí.
Mi sangre.
Una no puede evitar el escalofrío. No. Aunque el aire que sople sobre estos pedregales sea seco y caliente. Imaginas a tres mil hombres sitiados, mal armados, mal vestidos y peor calzados, hambrientos, heridos, atrozmente sedientos. Mal dirigidos. Las granadas de mortero de los rifeños, las ráfagas de ametralladora, los disparos aislados en la noche, la fiebre, las bocas secas, el aullar de los animales y los labios despellejados.
A veces los moros prometen cosas, que les van a hacer llegar víveres, agua, medicinas. Ofrecen treguas, negociaciones. Hay quien les cree, hay quien no. Como hay quien cree que va a aparecer una columna de Melilla en su auxilio, que se lo ha soplado un sargento de Pontevedra, que lo sabe todo, que es inminente. Pero que nunca llega. Como mucho, a veces, un aeroplano deja caer cuatro sacos con comida y hielo, para suplir la carencia de agua. Aunque los paquetes casi siempre aterricen detrás de las líneas de los hombres de Abd-el-Krim.
Y hay también quien se cabrea, quien no aguanta más, y culpa a los ministros, a los generales, al rey, ¿qué hostias hacen en este puto monte en un país que no es el suyo? ¿Por qué no están aquí los hijos de los ricos? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Por qué solo mueren los pobres?
Indignación. Miedo. Frío. Calor.
Sed.
Moscas.
Agotamiento.
El 9 de agosto de 1921 el general Navarro recibe un mensaje por heliógrafo. Ha sido autorizado a rendirse. Los soldados de reemplazo españoles, apenas unos críos, amontonan sus armas y se preparan para un humillante y lastimoso repliegue hacia Melilla.
Pero jamás llegarán a su destino.
Los guerrilleros de las harkas del Rif asaltan el fuerte y los pasan a cuchillo.
Así murió mi bisabuelo, sí, y por aquí andará enterrado, lo poco que quedara de él, más bien, aunque ahora, en este pueblo, tampoco quede nada de la época, apenas las ruinas de una aguada, el humilde depósito que abastecía de agua potable al puesto español.
Sigue soplando este aire seco y caliente, que despeina y enloquece, que te trae el silbido de las balas, los gritos de agonía y el olor a sangre y alpargata.
Y en Melilla, el pánico. Tras el desastre de Annual, la caída de Nador y Zeluán y la matanza del Monte Arruit, no son pocos los que creen que de un día para otro los rifeños serán capaces de presentarse en la ciudad y saquearla. Los más agoreros disfrutan ya, incluso, anunciando apocalípticos los aullidos, los descuartizamientos y las violaciones. Los que pueden intentan hacerse con un pasaje rumbo a la Península, en unos barcos que no aparecen. La histeria domina el muelle, y los carabineros y guardias civiles se ven obligados a disparar para protegerse de la muchedumbre que los arrolla en avalancha enloquecida.
La llegada del Tercio de Extranjeros a bordo del vapor Ciudad de Cádiz devuelve la fe a la ciudad asustada, que los recibe entre vítores, esperanzada, aliviada, rescatada.
Unos meses después de la matanza, la Primera Bandera de la Legión, en la que sirve el hermano de mi bisabuelo, retoma Monte Arruit. Esos legionarios crueles y feroces entierran, entre lágrimas, náuseas y gritos de venganza, los restos degollados, momificados, acartonados, consumidos y resecos de aquellos soldados desgraciados. A su vuelta, el hermano de mi bisabuelo es clemente con mi tatarabuela y mi bisabuela. Les miente, tranquilas, que he podido identificar el cuerpo y enterrarlo cristianamente; tranquilas, tranquilas, que ya descansa en paz.
Nunca les enseñará a su madre ni a su cuñada embarazada las fotos de aquellos cientos de cadáveres irreconocibles a los pies de los muros del fuerte, pasto del sol y las alimañas.
—¿Por qué lloras, señora? —un mocosete del pueblo, de unos diez años, con camiseta del Barça, pantalón de chándal y acento bereber, me observa con ojos más grandes que su cara.
—Es que aquí murió mi bisabuelo. Hace muchísimos años.
El chaval pone cara de extrañeza, aunque acaba por encogerse de hombros y me sonríe cómplice:
—Y mi tatarabuelo. Lo mataron los españoles.
Me acerco y le acaricio la mejilla con la mano todavía húmeda de mis lágrimas escondidas.
—Eso no volverá a pasar, chaval. Nunca.
Ya de camino al coche de alquiler, Rafa me pregunta:
—Y dime, mi querida dama legionaria, ¿estás bien? ¿Has encontrado lo que buscabas?
No digo nada, pero asiento sutilmente, de forma casi imperceptible. Aunque, para mi sorpresa, parece que Rafa lo nota, asume el dolor de mis recuerdos familiares y cambia de tema, como quien no quiere la cosa, como quien no quiere molestar.
Giro la llave del contacto y quito el freno de mano del coche de alquiler.
—Por cierto, chica, ¿quién era ese crío?
—Un amigo, Rafa, un amigo.
Foto: Diario de la Ribera |
Aquí os dejo el relato.
La dama de Monte Arruit
Siempre, siempre me han llamado marimacho. ¿La razón? Si te soy sincera, no tengo ni puñetera idea. Tópicos, supongo. Y la gente, la gente, que le gusta mucho hablar, hablar y hablar, hablar por no callar, siempre raja que te raja, sobre los demás, claro, como si no tuvieran bastante con sus vidas; qué simple es la peña, hay que joderse, qué simple, y qué cotilla, y qué imbécil.
Crecer rodeada de hermanos, jugar a balonmano desde los siete años, maquillarme cuatro veces contadas al año o haber estudiado FP, rama mecánica.
Por lo visto, eso marca.
Que te vean siempre con el pelo corto y el mono azul de prácticas manchado de grasa o que no se te haga el coño agua ante el primer chulazo guaperas que te mire en un bar.
Marimacho.
Así te llaman.
Aunque los tíos me ponen, joder, vaya que si me ponen.
Pero parece que hay uno que no se quiere dar cuenta.
Aunque ese sea otro tema.
En fin.
El caso es que, cuando montamos la fiesta para celebrar mi enganche, no fue demasiada la gente que se sorprendió. Mi madre muy poco y mi padre todavía menos. Y a los imbéciles de mis hermanos les dio igual. Eso sí, mis amigas se hartaron de pedir y, sobre todo, de imaginarse explicaciones.
A la Legión, qué guay, tía.
¿A la Legión? Estás chalada, tía.
La Legión. Eso estará lleno de tíos, tía.
Nunca he tenido claro el porqué, pero sentía curiosidad. Curiosidad y atracción. Verles de cría en los desfiles de la tele, en mangas de camisa pese al frío de pelotas, el paso a toda leche, el mentón bien tieso y la cabra, claro, siempre la cabra, la borla del chapiri danzando al ritmo de ese trotecillo tan cómico.
De aquellos sueños infantiles vinieron estos lodos adultos. Cuando te planteas en serio la idea, las dudas se te agarran al alma y no te sueltan, que si esto que si lo otro, que si es un trabajo vocacional y no estás muy segura, que si es solo para gente muy muy muy convencida. Comerte el coco sobre la almohada, hasta las tantas, los ojos como platos clavados en el techo, pensando en si servirás o no.
Miedo, miedo al fracaso, miedo a no poder.
Miedo a no volver.
Darle vueltas a si no sería preferible buscarse un curro más sencillo, más normal, más como para mí, más femenino, como te llega a decir algún —o alguna— gilipollas.
Pero no. Te lanzas. Empiezas a prepararte y superas los obstáculos, los que te has puesto tú, los que te pone esta sociedad y toda la retahíla de pruebas físicas y psicotécnicas que hay que pasar antes de que te admitan.
No fueron fáciles los meses de instrucción en Viator, lejos ya de casa; saltar de la cama a toque de corneta, a formar, a correr, pedregal arriba, pedregal abajo, la mochila cargada, el uniforme empapado de sudor, de lluvia, el hombro amoratado tras cada práctica de tiro y las botas, siempre las putas botas, jodiéndote los pies.
¿Novia de la muerte?
Los cojones, novia de las ampollas.
La verdad es que éramos pocas. Pocas y, al principio, bastante asustadas. Las damas legionarias. No sabíamos muy bien dónde caíamos, cómo nos iban a tratar, si nos iban a infravalorar, por ser chicas, o a hiperproteger, por lo mismo. Y no sabíamos con cuál de las dos alternativas quedarnos.
Si es que alguna de ellas era preferible a la otra.
Pero no hizo falta elegir una, no. Porque al final resultamos ser como todos, sin polla y con tetas, eso sí, pero iguales, como nuestros compañeros, como los caballeros legionarios.
Y ya hace tiempo que el cuartel Millán Astray se ha convertido en mi casa, nuestra casa, una casa que muchas tardes se escapa de esta carretera de Rostrogordo y se pierde por La Taberna Andaluza, el Döner King de Juan Carlos I, los chanquetes del Caracol Moderno, los boquerones de Casa Juanito o los zocos árabes de las callejuelas del Mantelete.
Orgullosas de nuestro trabajo, de habernos hecho un hueco respetado en este mundo tan, hasta anteayer, de hombres, solo de hombres, de los más hombres de todos. Y de no haber tenido que, por ello, renunciar a nuestras cosas, a nuestras chorradas y no tan chorradas, a salir de compras, a cotillear, a pintarnos el ojo o a querer ser madres.
Felices en Melilla.
Aunque a veces saltemos un fin de semana a la península, a Málaga, por ejemplo, para cambiar de aires y de juerga. Incluso hay ocasiones en las que subo un poquito más, a mi antiguo hogar, para ver a mis padres y a los imbéciles de mis hermanos.
Ya veo que el ejército en África te sienta de maravilla, hija, no es como en mi época, me suele soltar mi tío, que hizo la mili en el Sáhara, a sesenta grados al sol. Cada vez que le veo, el tío sube la temperatura otros cinco grados; seguro que, para cuando les visite en Navidad, el termómetro de su memoria habrá superado los cien. Imagino que, cuando sea vieja y se me caiga fofo el culo, me pondré igual de pesada recordando el Líbano y Afganistán, las patrullas, las imaginarias, el calor y las bombas.
Hoy es domingo, anoche tuve guardia, hoy toca fiesta y la aprovecho en la playa de San Lorenzo. El bikini me sienta bien, solo faltaría, con diez kilómetros diarios de carrera continua y no sé cuantas horas de gimnasio. Aunque a veces dé un poco de vergüenza nuestra piel legionaria bronceada a dos colores, con estos brazos que más parecen de ciclista, albañil o taxista.
Hace un rato que Rafa se ha traído su toalla y se ha sentado a mi lado. Nos llevamos de puta madre, es majo, amable, buen compañero, se puede hablar con él y no es feo. Polvable, dice la cabo Sáez. Y estoy de acuerdo, aunque no sea, ni de lejos, el más guapo del Tercio Gran Capitán. Pero en fin, que yo no busco eso, o sí, ya veremos, yo qué sé.
—¿Te apetece que hagamos algo esta tarde? —me pregunta.
Por un momento fantaseo con las opiniones de la cabo Sáez.
Una vez descartadas, me incorporo, me recuesto sobre los codos y giro la cabeza, mi barbilla señalando al sur, los ojos entrecerrados por culpa del reflejo hiriente del sol sobre la arena y el Mediterráneo.
—¿Marruecos?
—No sabía que te gustara fumar —me suelta Rafa.
—Y me gusta, pero me sienta de culo —le contesto—. Me refería a otra cosa, más en plan tranqui, en plan excursión.
Rafa pone cara de majadero, esa tan común entre los tíos, y termina por ponerse de pie.
Se sacude la arena de las piernas y los brazos y me ofrece su mano.
—En marcha, tía.
Estamos en Monte Arruit. Me he alejado un poco de Rafa, quiero estar sola. Tal vez este sea el motivo por el que yo quiera currar aquí, en el ejército, en la Legión, en África.
Sí, puede ser.
Aquellas historias terribles que me explicaba mi abuelo de cría, a la hora de la merienda; que me repetía lo que su tío le contara en su día sobre mi bisabuelo, sobre el padre de mi abuelo, que murió aquí.
Mi sangre.
Una no puede evitar el escalofrío. No. Aunque el aire que sople sobre estos pedregales sea seco y caliente. Imaginas a tres mil hombres sitiados, mal armados, mal vestidos y peor calzados, hambrientos, heridos, atrozmente sedientos. Mal dirigidos. Las granadas de mortero de los rifeños, las ráfagas de ametralladora, los disparos aislados en la noche, la fiebre, las bocas secas, el aullar de los animales y los labios despellejados.
A veces los moros prometen cosas, que les van a hacer llegar víveres, agua, medicinas. Ofrecen treguas, negociaciones. Hay quien les cree, hay quien no. Como hay quien cree que va a aparecer una columna de Melilla en su auxilio, que se lo ha soplado un sargento de Pontevedra, que lo sabe todo, que es inminente. Pero que nunca llega. Como mucho, a veces, un aeroplano deja caer cuatro sacos con comida y hielo, para suplir la carencia de agua. Aunque los paquetes casi siempre aterricen detrás de las líneas de los hombres de Abd-el-Krim.
Y hay también quien se cabrea, quien no aguanta más, y culpa a los ministros, a los generales, al rey, ¿qué hostias hacen en este puto monte en un país que no es el suyo? ¿Por qué no están aquí los hijos de los ricos? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Por qué solo mueren los pobres?
Indignación. Miedo. Frío. Calor.
Sed.
Moscas.
Agotamiento.
El 9 de agosto de 1921 el general Navarro recibe un mensaje por heliógrafo. Ha sido autorizado a rendirse. Los soldados de reemplazo españoles, apenas unos críos, amontonan sus armas y se preparan para un humillante y lastimoso repliegue hacia Melilla.
Pero jamás llegarán a su destino.
Los guerrilleros de las harkas del Rif asaltan el fuerte y los pasan a cuchillo.
Así murió mi bisabuelo, sí, y por aquí andará enterrado, lo poco que quedara de él, más bien, aunque ahora, en este pueblo, tampoco quede nada de la época, apenas las ruinas de una aguada, el humilde depósito que abastecía de agua potable al puesto español.
Sigue soplando este aire seco y caliente, que despeina y enloquece, que te trae el silbido de las balas, los gritos de agonía y el olor a sangre y alpargata.
Y en Melilla, el pánico. Tras el desastre de Annual, la caída de Nador y Zeluán y la matanza del Monte Arruit, no son pocos los que creen que de un día para otro los rifeños serán capaces de presentarse en la ciudad y saquearla. Los más agoreros disfrutan ya, incluso, anunciando apocalípticos los aullidos, los descuartizamientos y las violaciones. Los que pueden intentan hacerse con un pasaje rumbo a la Península, en unos barcos que no aparecen. La histeria domina el muelle, y los carabineros y guardias civiles se ven obligados a disparar para protegerse de la muchedumbre que los arrolla en avalancha enloquecida.
La llegada del Tercio de Extranjeros a bordo del vapor Ciudad de Cádiz devuelve la fe a la ciudad asustada, que los recibe entre vítores, esperanzada, aliviada, rescatada.
Unos meses después de la matanza, la Primera Bandera de la Legión, en la que sirve el hermano de mi bisabuelo, retoma Monte Arruit. Esos legionarios crueles y feroces entierran, entre lágrimas, náuseas y gritos de venganza, los restos degollados, momificados, acartonados, consumidos y resecos de aquellos soldados desgraciados. A su vuelta, el hermano de mi bisabuelo es clemente con mi tatarabuela y mi bisabuela. Les miente, tranquilas, que he podido identificar el cuerpo y enterrarlo cristianamente; tranquilas, tranquilas, que ya descansa en paz.
Nunca les enseñará a su madre ni a su cuñada embarazada las fotos de aquellos cientos de cadáveres irreconocibles a los pies de los muros del fuerte, pasto del sol y las alimañas.
—¿Por qué lloras, señora? —un mocosete del pueblo, de unos diez años, con camiseta del Barça, pantalón de chándal y acento bereber, me observa con ojos más grandes que su cara.
—Es que aquí murió mi bisabuelo. Hace muchísimos años.
El chaval pone cara de extrañeza, aunque acaba por encogerse de hombros y me sonríe cómplice:
—Y mi tatarabuelo. Lo mataron los españoles.
Me acerco y le acaricio la mejilla con la mano todavía húmeda de mis lágrimas escondidas.
—Eso no volverá a pasar, chaval. Nunca.
Ya de camino al coche de alquiler, Rafa me pregunta:
—Y dime, mi querida dama legionaria, ¿estás bien? ¿Has encontrado lo que buscabas?
No digo nada, pero asiento sutilmente, de forma casi imperceptible. Aunque, para mi sorpresa, parece que Rafa lo nota, asume el dolor de mis recuerdos familiares y cambia de tema, como quien no quiere la cosa, como quien no quiere molestar.
Giro la llave del contacto y quito el freno de mano del coche de alquiler.
—Por cierto, chica, ¿quién era ese crío?
—Un amigo, Rafa, un amigo.