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martes, 5 de marzo de 2013

Historias de Anaita

Anaitasuna, la sociedad a la que pertenezco, me ha invitado a formar parte del jurado de su I Certamen de Microrrelatos Historias de Anaita.

La convocatoria ya está en marcha y, si eres socio o socia de la SCDR Anaitasuna, txiki o mayor, euskaldun o castellanoparlante, tienes de plazo para entregar tu cuento (225 palabras máximo) hasta el 22 de marzo.

Anímate, cuéntanos alguna batallita, algún recuerdo, alguna anécdota o invéntatela directamente, que Anaitasuna tiene mucha historia y muchas historias que contar.

Aquí tenéis las bases del concurso.



Por último, quiero agradecer a la sociedad que hayan tenido en cuenta a la literatura a la hora de programar actividades, que la teníamos un poco olvidada.

A ver si hay suerte, se reciben buenos textos y este concurso se convierte en cita anual ineludible, que en esta tierra con hacer algo dos veces ya tenemos tradición de toda la vida.

martes, 26 de junio de 2012

Carlos Erice Azanza, ¿escritor maldito?

En 2010, gané el X Concurso de Relato Breve del Ayuntamiento de Pamplona, aquel año dedicado al Camino de Santiago, con Los croissants saben más ricos si los mojas en el café. No hubo undécima edición.

A finales de ese año, me llevé el MostrARTEnavarra, modalidad de literatura, con El Pasadizo. En 2011 la literatura fue sustituida por una categoría audiovisual. Afortunadamente, este certamen aún sigue vivo.

En 2011, en Granada me concedieron el IV Premio Paso del Estrecho, por Compro oro. Este año, la organización se ha visto tristemente obligada a no emitir fallo alguno debido a que les han retirado los fondos que financiaban el concurso.

¿Entendéis ahora, queridos amiguitos y amiguitas, por qué no he ganado nada en 2012?

Los jurados de concursos literarios me temen.

Es triste que tu nombre sea el que cierre el palmarés de esos certámenes.

Pero mejor tomárselo a chufla.

Y desear larga vida al próximo que me premie, si se atreve.

lunes, 25 de junio de 2012

Blues y otros cuentos

Aunque he ganado unos cuantos certámenes de cuentos, he de reconocer que no me siento demasiado cómodo en el género. Ni escribiendo ni leyéndolos.

Soy contradictorio, ¿verdad? Pues sí, aunque esperemos que esto no lo lea ningún jurado.

En fin, hace ya un tiempo, Alf Etxarte, cocinero, fotógrafo, escritor, mendigoizale, superviviente, actor y muchas cosas más, me prestó Blues y otros cuentos, un libro de relatos que su hermano, el poeta navarro afincado en Madrid Iñaki Echarte Vidarte publicó hace algo más de dos años con Ediciones Baile del Sol.

Como comentaba, no suelo frecuentar el género, al menos como lector, y como autor lo hago de forma bastante esporádica.

Por eso, uno de los aspectos que más me llama la atención de los libros de cuentos que pasan por mis manos es la capacidad de sus autores de dar a sus libros unidad, aunque sus páginas recojan un mogollón de historias independientes y aparentemente inconexas.

Y, sin duda, Blues y otros cuentos logra este objetivo con aplomo y rotundidad. Apoyándose en sus filias y sus fobias, en sus recuerdos y en sus sueños, Iñaki nos ofrece un libro íntimo, muy suyo y, consiguiendo, a mi juicio, una voz propia, ese grial que tanto buscamos los aspirantes a escritor.

A Iñaki se le nota su vena poética a la hora de mezclar palabras y jugar con los estilos, ofreciéndonos desde relatos de corte clásico a otros más avanzados y experimentales. Y siempre consigue con naturalidad y aparente sencillez superar esa sensación que queda al leer determinados libros de cuentos, que no son más que meras recopilaciones.

Porque el mayor mérito del libro Iñaki es precisamente ése, el de ser un verdadero libro.

De relatos, por supuesto.

martes, 12 de junio de 2012

Premio Paso del Estrecho

He visto con pena que el Premio Paso del Estrecho, que el año pasado tuve la fortuna de ganar, suspende el fallo de este año por no disponer de fondos para la dotación de los ganadores. Es ésta una decisión triste y dolorosa, pero entiendo que, sobre todo, honesta y valiente.

Hace ya tiempo que sabemos que en tiempos de crisis la primera víctima es la cultura y aquí tenemos una prueba más.

Así que, aunque no les sirva de nada en este momento de desconsuelo, mando un fuerte abrazo a toda esa gente entusiasta de Granada que durante estos años ha sacado este concurso adelante, único en su género, que reunía relatos de ambas orillas del Meditérraneo, en árabe y castellano.

Ojalá el año que viene puedan volver a convocarlo.

Como homenaje, reconocimiento y agradecimiento, os dejo este Compro oro que tuvieron a bien premiar en 2011.

El año pasado, en Granada (foto Marian Barnés)


Compro oro

Separación.

Dicen que es sinónimo de fracaso, de derrota, la consecuencia fatal e irremediable del enfriamiento, del distanciamiento, de la crisis. No tengo ni idea. Será. Si lo dicen, será.

En mi caso se trata, sobre todo, de dolor, de dolor por la pérdida, por la ausencia, la de él y la de los niños. Y culpa, muchísimo sentimiento de culpa. Un vacío inmenso y anhelante, un hueco que apenas se me llena en los días que me toca estar con ellos. En mi pisillo de alquiler, en mi corazón, en mis obligaciones. Cuando viven conmigo parece como si sólo estuvieran de paso.

Y es que solo están de paso.

Poca agua para tantísima sed. Y despedirles hasta la siguiente no hace otra cosa más que confirmar esa sensación de mierda y pena que me quema, que me ahoga.

Que te vuelques en el trabajo, recomiendan. Haz lo que mejor sabes hacer, que te sale muy bien y encima te encanta, so cabrona, me dice mi agente. No sabes lo afortunada que eres.

Tirar hacia delante, sí.

No me queda, pues, más remedio que intentarlo. Y me pongo, sin ilusión ni ganas, pero me pongo. Y desempolvo aquella vieja historia que me asaltó cuando escribía la tercera novela. En mi cabeza tengo más que suficiente para arrancar ya, será la sexta, aunque él no esté en pijama para revisarla cada noche, para corregirla, para criticarla y, siempre, para sacarme de quicio.

Tendrás que hacerlo sola. Tú sola.

También te aconsejan viajar, separarte un tiempo de los lugares que te huelen a él, que te huelen a ellos. El nuevo libro es una buena excusa.

Documéntate, me anima mi agente. Investiga. Aprende. Mueve el culo. Qué testaruda es la tía, no se cansa, cómo insiste.

En fin.

Que ya tengo destino.

Orán, está claro.

En busca de ese Orán francés, levantino, árabe y bereber de los años 50 donde quieres mover a tus personajes. O donde ellos te van a mover a ti.

La pena es que, tras varios días de turismo desubicado, aterrizas en Madrid decepcionada, triste y vacía por no haber sabido encontrar lo que habías ido a buscar. Por no haberte topado con esas heladerías valencianas, con esos zapateros o mecánicos menorquines en alpargatas, con la plaza de toros de Les Arènes a rebosar antes de una corrida, con los anuncios de Ricard pintados por las paredes de los zocos o con las parejas de gendarmes franceses patrullando las aceras. No. Todo eso quedó atrás hace ya cincuenta años, en las fotografías en blanco y negro y en las pelis de Pépé le Moko.

En Barajas, tiempo justo para un café rápido antes de seguir volando hacia el norte, hacia esas calles familiares, heladas, quién sabe si nevadas y que, pese a las luces, las castañas asadas y a los villancicos, permanecerán oscuras, frías y silenciosas ante mí, que temo encontrarle, que temo encontrarles, al doblar cada esquina.

—¿Por qué no lo intentas en Melilla? —me sugiere mi agente en la cafetería de la T4—. Es posible que allí encuentres la atmósfera que tu libro busca.

Qué lista es y qué bien se lo monta. No sé si realmente se preocupa por el bien de mi novela (y el de su cuenta corriente, claro) o realmente se mete en el papel de amiga leal que quiere alejarme de la ciudad que me va a amargar las Navidades. Y se levanta, toma mi billete y lo cambia con una sonrisa en el mostrador de Iberia. Que no me preocupe por la ropa, que vaya directa al Hotel Melilla Puerto. Que tiene servicio de lavandería y plancha. Y vistas al puerto deportivo y a la playa de San Lorenzo. Y el clima no es muy distinto del de Orán.

Por eso estoy aquí, unos pocos días antes de Nochebuena, sentadita en la terraza del Café Palace, viendo pasar a la gente.

Una terraza en Navidad.

Qué paradoja. Allí arriba iría por la calle con los cuellos del abrigo subidos hasta las orejas y el gorro hundido hasta los hombros. La bufanda y los guantes. Pero aquí no porque, aunque se note el fresquito cuando acaba la tarde, toca gin tonic mientras me entrego a mi viejo vicio de ver a la gente pasar. De todas las razas, colores, naciones y religiones. Como mi Orán de novela. Ricos y pobres. Europeos y africanos. Trajes de ejecutivo con móvil pegado a la oreja, mujeres elegantes con sus bolsas repletas de compras navideñas, universitarios que regresan de la Península para pasar las vacaciones.

Y entre todos surge ella, plantada junto a una acacia, su cartel negro y amarillo colgándole a la vez sobre pecho y espalda.

Compro oro.

Pago más.

Una dirección y un número de teléfono.

Es una cría, no llegará a los dieciocho, ojos grandes, despiertos, negros como su pelo. También entrega folletos a los que pasan a su lado. Se va a pegar junto a la acacia las dos horas largas que necesito para beberme los tres gin tonics de antes de cenar. Mientras espero la cuenta, la veo marcharse, abrigada por los dos carteles. La imagino avanzar por la avenida de la Duquesa de la Victoria, entre los ejecutivos con móvil, las señoras con bolsas y los universitarios de vacaciones, borrachos ya. Y también entre hombres de bigote y tez morena con chilaba y mujeres tocadas con hiyab. Todos irán como con prisas, bajo las luces de las estrellitas y los papanoeles, de los trineos y los abetos, de las farolas y los semáforos. Mucho tráfico, mucho humo y mucha bocina.

Se perderá por El Mantelete y sus callejuelas. Serán casi las siete y media y Abraham estará a punto de cerrar.

—Hola, Dunia.

—Hola, señor Abraham.

El señor Abraham clasificará a esas horas las adquisiciones del día. Contará el dinero que haya entrado en la caja registradora, recogerá amable los carteles y los folletos sobrantes de manos de Dunia, apagará las luces, girará el letrerito de ABIERTO, se despedirá de ella con esa sonrisa de abuelo que no es y bajará la persiana metálica. Dentro, a oscuras, dormirán alhajas, broches, pendientes, anillos, diademas, monedas antiguas, alfileres, pulseras, gargantillas, aretes, pasadores, botones y gemelos. Recuerdos, recuerdos de familias de uno y otro lado de la valla, y que la crisis ha barrido como el viento de poniente en mitad de verano.

Cenas cordero con miel en la tasca que te recomendó tu agente. Delicioso. ¿Cómo cojones se enteró ella de este sitio? ¿Con quién lo probó? Da igual. No eres tan cotilla como otras. Como ella. Saboreas el té verde y cierras los ojos y te corretean los personajes de papel por el Orán francés donde se mezclan la voz de Aznavour, las coplas de Juanita Reina y las llamadas del muecín desde el minarete. Pero hoy piensas más en personajes de carne y ojos, en esa Dunia que cenará al otro lado de la frontera un cuscús sin cordero ni pollo, rodeada de hermanos pequeños, cuidando de un padre enfermo y de una madre cansada de vivir. En una Dunia que madrugará para intentar pasar algún bulto de contrabando a Beni-Enzar y que volverá a la tienda del señor Abraham poco después de las diez, a recoger su mochila llena de folletos y colgarse los carteles, al pecho y a la espalda. En una Dunia que va a pasar la mañana de guardia junto a la acacia de al lado del Café Palace, a la que querrías invitar a comer para que confirmase tu historia fabulada aunque no te atreverás, por tu miedo a ofender su dignidad. O, más bien, por tu miedo a odiarte en tu opulencia de hipócrita señorona rica del primer mundo. Sabes, también, que ha ido ahorrando estos días pasados. Y que, cuando vaya a hacer su descanso de mediodía, se pasará por la administración de lotería de Pablo Vallesca, 11, cerca de la plaza de España, donde se dejará veinte euros. Mañana puede tocarle el Gordo.

La vas a volver a ver junto a la acacia mientras te entregas al festival vespertino de gin tonics. Por un momento sus ojos marroquíes te recuerdan a los de esos niños del norte, esos ojos que amas, cuya ausencia en Nochebuena te hará insufrible la espera hasta esa Nochevieja que nunca llega.

Cuando sean poco más de las siete Dunia volverá a ponerse en marcha hacia la tienda del señor Abraham. Le verá arquear la caja y clasificar las joyas llegadas ese día. Tras cobrar más de lo acordado le devolverá agradecida los folletos sobrantes y sus ojos enormes se abrirán aún más. Ahí sorprenderá, limpio y brillante, ese cofrecito tan familiar, el de su madre, que guarda las joyas que lució en su boda, y que las lució la abuela en la suya, y la bisabuela, y la madre de la bisabuela.

Angustiada, Dunia se acostará esa noche en su colchón compartido aferrada a su décimo de lotería.

Si esto fuera un cuento de Navidad, al mediodía siguiente decenas de habitantes del barrio del Polígono celebrarían su suerte ante las cámaras del Telediario.

Si esto fuera un cuento de Navidad, Dunia acudiría a la tienda del señor Abraham y recuperaría las joyas de su madre, de su abuela, de su bisabuela y de la madre de su bisabuela.

Si esto fuera un cuento de Navidad, Dunia tendría papeles, como los que me dieron a mí cuando huí de la dictadura argentina a comienzos de los 80. 

Y si esto fuera un cuento de Navidad, yo me dejaría el último gin tonic sin tocar, volaría hacia el norte y me reuniría con él. 

Y con mis hijos.

En casa.

En Nochebuena.

lunes, 28 de mayo de 2012

IV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

Un año más me ha tocado. A mediados de junio me enfrentaré a unos cuantos microrrelatos sanfermineros con la difícil misión de elegir un ganador, que no tiene por qué ser siempre el mejor.

Se trata sin duda de una tarea divertida, que conjuga dos de mis pasiones, la literatura y los Sanfermines. Y es una ocasión estupenda para reencontrarme con los otros miembros del jurado, José Luis Allo, Patxi Irurzun y Eduardo Laporte, éste último desde lejos pero tecnológicamente cercano.

Desde aquí mi enhorabuena y agradecimiento a blogsanfermin.com, por seguir adelante con esta iniciativa literariosanferminera, enhorabuena extensible también al patrocinador, Bodegas Príncipe de Viana, y al resto de colaboradores, Conservas La Catedral, Castuera, Villa Mc Luhan y el Ayuntamiento de Pamplona.

Os quedan poco más de tres días, hasta las 12 de la noche del 31 de mayo, hora de la península Ibérica, para preparar vuestro relato, de menos de 204 palabras, sobre las mejores fiestas del mundo.

Y el 15 de junio veremos quién gana.

¡Mucha suerte!

jueves, 24 de mayo de 2012

Relatos Coca Cola

Hace muchos, muchísimos años, cuando granos y bigote amenazaban mi cara de crío triste, mi cole me seleccionó para participar en el, aquel entonces llamado, Concurso de Redacción de Coca Cola.

En los institutos de la plaza de la Cruz, nunca he tenido claro si en el Ximénez de Rada o en el Príncipe de Viana, nos juntaron a una cuadrilla de adolescentes a los que se nos suponían ciertas habilidades para componer historietas.

Recuerdo que, en el aula en la que estaba yo, entró un adulto, abrió un sobre y escribió en la pizarra el tema sobre el que debíamos escribir nuestras redacciones.

La Juventud.

Toma ya.

Uno, que ya entonces se apuntaba a lo de la literatura transgresora, trazó un relatillo, puro diálogo, sobre un grupo de chavales que, culo en el respaldo de un banco y pies en el asiento, probaban sus primeras litronas y ducados y compartían sus, también, primeras y descorazonadoras experiencias con las tías.

Y, evidentemente, como en tantos otros concursos después, fracasé.

Ganó un pastelazo sobre los valores y virtudes de la juventud, un panfleto almibarado que posiblemente haya convertido a su autor o autora en eficiente redactor de discursos para políticos.


Alba Matías (foto Diario de Noticias)

El otro día vi en el Noticias que el concurso sigue, que ya han participado 10 millones de aspirantes a escritor a lo largo de sus más de cincuenta años de trayectoria y que la fase navarra la había ganado una chavalita, Alba Matías, con un relato titulado Mi vida en pintura. Como premio, podrá disfrutar de un viaje a Amsterdam.

Me gusta que haya jóvenes que imaginen historias y sepan contarlas. Así que, Alba, mucha suerte. Ojalá que, con el tiempo, si tu sueño es seguir escribiendo, llegues a publicar las que nazcan de tu imaginación.

Yo lo conseguí a los 40.

lunes, 30 de abril de 2012

Yo hundí el Titanic

En este mes de abril en el que medio mundo ha conmemorado el hundimiento del Titanic, han proliferado los certámenes literarios sobre el asunto, en los que este microtitanic mío ha zozobrado con alegría.


Fotografía: F.G.O. Stuart (1843-1923)



Yo hundí el Titanic

Puedes estar orgulloso, O’Leary, puedes estarlo. Zarpar de Belfast, billete de tercera y escala en Southampton. Abrirse al Atlántico, prepararlo todo en la bodega y escapar en un bote, sin que nadie se dé cuenta. Y esperar solo, tú solo, a que te rescate nuestro barco pesquero, ciego en medio de la noche helada.

La explosión, las primeras chalupas al agua, el trasatlántico que se parte y los gritos de histeria.

Las bengalas.

Y lo de que parezca un iceberg, O’Leary, genial, simplemente genial. Puedes estar orgulloso, de verdad, puedes estarlo.

Pero no, no lo estoy, contesté amargado al contacto del IRA en Halifax.

jueves, 26 de enero de 2012

365

En 2009 me presenté al MostrARTEnavarra, un concurso nuevo, promovido por Cruz Roja, que pretendía reflejar la nueva realidad navarra en el entorno laboral. Fue mi primera incursión en esta literatura de la diversidad que suelo practicar y no me fue mal. Quedé tercero. Por aquel entonces el París 365 andaba por la calle Jarauta. Hoy están en la calle San Lorenzo.




365


Aquella noche llegué un poquito más tarde. 

Me extrañaron su silla vacía y un ramillete de flores modestas en una de nuestras jarras de agua colocada frente a su ausencia.

No se oían voces ni risas; sólo el entrechocar de platos y cubiertos.




Hola, soy Itziar. Al acabar el verano, una se plantea un montón de objetivos y actividades. Se hace muy duro olvidar la bendita rutina de sol, piscina matutina y vinos vespertinos. No es fácil la transición, de ahí que mucha gente opte por ocupar, también en otoño, esas horas previas a la cena: cursos de inglés, de francés, de pintura, manualidades, cocina o internet. Y el spinning, claro.

Durante un paseo por el parque que oxigena mi apartamento reflexioné sobre ello. Estaba segura de que podía dedicar mi tiempo libre a algo más fructífero que la incineración de calorías. Me resistía a convertirme en una más de los muchos y muchas que corren a apuntarse a los gimnasios a primeros de septiembre. Afortunadamente nunca he dejado que mi autoestima decline en función de un posible exceso de kilos. Pero ahí tienes a los amigos, que te recomiendan el deporte, no por estética, claro, sino por salud, como ellos dicen: ayuda en la lucha contra el estrés, te mantiene en forma, reporta satisfacción, duermes mejor y, por qué no, te sientes más guapa. Ya he seguido ese consejo en muchos otros comienzos de trimestre: al empezar el otoño, después de Navidad o antes de llegar el verano. Y siempre he terminado considerándolo una pérdida de tiempo. Y de dinero, por supuesto. Pero también, siempre, he reincidido. Hasta este pasado septiembre.

Martina, mi compañera argentina de la oficina, fue la que me engañó. Te invito a una cerveza y charlamos, me dijo. Qué arpía. Paseamos por la parte vieja de la ciudad y entramos a una tasca, que no visitaba hacía años, en la que disfruté mis primeras cogorzas de adolescente. Y mis primeros besos.

El bar estaba cambiado, modernizado, pero no operado. Operados son, para mí, esos viejos bares que se ven sometidos a tal reforma quirúrgica que no resultan ya reconocibles ni integrados en su entorno. Aceros inoxidables, luces de neón o discotequeras, muebles de diseño incómodo que no encajan en los cascos históricos de las ciudades; pero muchos continúan siendo reconstruidos con esa irrespetuosa manía por lo anacrónico. Tiene delito. En éste, en cambio, habían sabido mantener el estilo y el sabor. Fueron sustituidas las maderas podridas, y pintadas las paredes manchadas por el humo y el tiempo. Olía a nuevo y presentaba una decoración sencilla de inspiración universal: máscaras africanas, tejidos amerindios y geometría árabe se mezclaban con fotografías en blanco y negro de mi ciudad.

El chico de la barra sirvió dos cervezas, con torpeza y exceso de espuma.

—Soy Javi —se presentó—; poner cañas no es lo que mejor se me dé.

Pues si un camarero no sabe..., pensé.

—Javi se encarga de orientar y gestionar ayudas económicas para nuestros usuarios —Martina aclaró divertida—. Es trabajador social.

El chico se secó las manos con el trapo que colgaba del hombro y me ofreció la derecha por encima de la barra.

—¿Usuarios? —pregunté extrañada.

Martina me sonrió. Teatrera, sorbió lentamente la cerveza.

—Pues sí; hemos convertido tu viejo garito en un comedor social. Damos desayunos, comidas y cenas a personas sin recursos. Los trescientos sesenta y cinco días del año.

—Y hacemos muchas más cosas... —intervino Javi abriendo los brazos como si quisiera abarcar el mundo entero.

Martina me guió hacia el comedor. Un hombre algo encorvado, de pelo blanco pero espíritu aún brioso, colocaba platos y cubiertos en las mesas. Más tarde averigüé que se trataba de un fontanero jubilado que había reparado todas las cañerías del local y que por las noches colaboraba sirviendo las cenas.

En la cocina una pareja se afanaba pelando patatas y empanando pechugas de pollo. Mikel, abogado, pasaba dos tardes a la semana en el comedor asesorando a inmigrantes en situación ilegal en el proceso de obtención de su regularización. Me guiñó un ojo para saludarme, pues tenía las manos embadurnadas de harina, huevo y pan rallado. Junto a él, Aritz; era médico y visitaba regularmente a algunos ancianos del barrio que ya no podían acudir al comedor. Les llevaba comida caliente y vigilaba su salud y su soledad.

—Y tú, ¿qué labor haces aquí? —pregunté a Martina.

—Evalúo las solicitudes que recibimos, chica. Hay que mirar su renta, si trabajan o están en paro. Cuánto pagan de alquiler, si tienen familia... Cada vez son más. Y necesito ayuda.

Así fue como cambié el gimnasio por el comedor solidario. Bien fácil.

A la noche siguiente, María, la dietista encargada de elaborar los menús, me explicaba cómo atender la barra y dónde estaba cada cosa. Mientras charlábamos fueron llegando los usuarios habituales de la cena. Ancianos empobrecidos por sus míseras pensiones, subsaharianos que malvivían de la venta ambulante, gitanos que cada noche se tragaban el orgullo, ecuatorianos despedidos de sus trabajos, mujeres en paro acompañadas por sus niños impecablemente lavados y peinados... María saludó a cada comensal por su nombre mientras se iban sentando en sus lugares de costumbre. Del comedor surgía una cháchara agradable mientras yo preparaba jarras de agua y abría algunas botellas de vino. Martina ya me había advertido que muchas de aquellas personas no sólo buscaban alimento físico, sino más bien un lugar cálido y amigable donde reunirse, relacionarse y volver a sentirse seres humanos. Alimentaban su alma.

Noche a noche, yo también los fui conociendo. Saïd, que no podía comer cerdo; Carmen, con sus hijos Nicolás, Sara y Alex; dos chicos de Zimbabwe, Robert y Joshua, de los que nunca conseguí pronunciar bien el apellido (ellos tampoco el mío); Mario, ex-presidiario, ex-drogadicto y encargado de recoger los alimentos que nos donaban los bares, comercios y sociedades gastronómicas de los alrededores. Así hasta cuarenta personas. Pero los que mayor ternura me inspiraban eran Sagrario, una mujer con su escaso pelo blanco escrupulosamente peinado, vestida con sencillez y limpieza, que te miraba con dignidad envuelta en cariño, mientras arrastraba penosamente los pies. Siempre llegaba apoyada en el brazo robusto de Wilson, su vecino colombiano, albañil en paro, quien la hacía reír constantemente, piropeándola como sólo sabe hacerlo un cartagenero. Compartían una mesa para dos. Eran, sin duda, una de las parejas más curiosas y ruidosas de las que caían por allá. Y contagiaban su alegría en un lugar realmente necesitado de ella.

Así pasó el otoño. Mis brazos no necesitaron tonificarse en el gimnasio, pues cinco tardes a la semana atendía el comedor en el horario de cena y acarreando cajas y bandejas una se pone muy pero que muy en forma. Y otros dos días solía ayudar a mi amiga Martina a analizar las solicitudes que recibíamos. También llevábamos la contabilidad del proyecto. Confiaban en nuestra capacidad con los números; claro, éramos las del banco.

Y celebramos la Navidad. Mis padres no entendieron que no pasara con ellos la Nochebuena ni la Nochevieja. Pero mi sitio estaba allí, con la zambomba, el turrón, los confetis y el cava barato.

 

La noche que llegué tarde el silencio me sorprendió. No había voces; sólo, como he dicho, el ruido de la vajilla y las noticias, muy bajitas, en el televisor. La mesa de Wilson y Sagrario estaba vacía.

Pobre mujer, era tan mayor... La echaremos en falta, pensé mientras observaba las flores sobre la mesa desocupada. Sin duda las habría traído Wilson, su eterno compañero.

Las caras de mis colegas transmitían tristeza y melancolía. Intenté sobreponerme y me puse el delantal. En ese momento entró Sagrario, con su alegría escondida. Arrastraba los pies más de lo normal, del brazo de Javi, nuestro trabajador social, que me habló con ojos enrojecidos:

—Wilson. Se ha caído de un andamio. Había empezado a trabajar. Sin papeles.



Dedicado a las chicas y chicos del París 365
Jarauta 87
31001 Pamplona-Iruña
Échales un vistazo y un cable en
http://paris365.blogspot.com/

jueves, 29 de diciembre de 2011

El balón de oro

Buena parte de mi obra pertenece a un género que podríamos denominar narrativa solidaria. Como ejemplos se pueden citar los relatos galardonados en certámenes como el Paso del Estrecho, en Granada, o el MostrARTEnavarra, en Pamplona. El balón de oro ha sido considerado merecedor de un accésit en el Osmundo Bilbao de Muskiz (Bizkaia) y ha sido publicado por la Fundación Juan Bonal, que lo distribuirá en la Red de Bibliotecas de Navarra, cosa que creo que les vendrá muy bien, con eso de que no les dejan comprar libros.

Me gusta escribir sobre estas cosas, y más ahora que creemos estar tan jodidos. Pero siempre habrá gente que esté peor. Aquí os lo dejo.


El balón de oro

Con apenas once años sales de casa. Eres un crío pero ya tienes tus ilusiones. Y aunque resulte tan doloroso, abandonas esperanzado tu familia, tus cosas, tus calles, tu pueblo. Pero tu vida se llena de nostalgia. De nostalgia y de suspiros. Sobre todo cuando los echas de menos. Porque los echas de menos. Muchísimo. A tus amigos, a tus hermanitas y hermanitos, sois seis, a tu abuela, a papá, a mamá. La que más a mamá. Sus besos, su paciencia, sus caricias, su olor, sus meriendas.

Una nueva ciudad.
Cientos de kilómetros de distancia.
Sólo vuelves por vacaciones y no siempre.
Trabajas duro.

Pero compartes tu vida con otros niños que persiguen tus mismos sueños y que temen a tus mismos miedos.

Todo el día pegados a una pelota. La mimamos, la sobamos, la acariciamos, la amamos y también la odiamos. Dicen que nuestras instalaciones son las mejores del país. Nos cuidan bastante bien y la comida no está nada mal. Confían en nosotros. Y nuestras familias están felices y orgullosas.

Sin embargo nuestra infancia poco tiene que ver con la de Diego en Villa Fiorito. Ni con la de Leo en Rosario. Ellos, chicos humildes, de barrio, hijos del desempleo y la pobreza, el día entero con el mismo chándal, dando patadas a viejos balones deshinchados, pelados, descosidos, dejándose jirones de las rodillas en canchas de cemento, grava o asfalto, entre casuchas de uralita y cartón. Hasta que un día llegaron a ser lo que llegaron a ser.

Nuestros balones, en cambio, han sido siempre nuevos, relucientes, brillantes. De las mejores marcas, las más famosas. Casi te deslumbran cuando los ves por primera vez, cuando los tocas, cuando hinchas tus pulmones de ese olor tan especial que desprende el cuero nuevo, cuando recorres cariñosamente sus costuras con las yemas de los dedos. Son los mismos balones con los que vemos jugar a nuestros ídolos en la tele.

En la Liga.
En la Premier.
En la Champions.

Hoy ha venido uno de ellos a visitarnos. Ha sido increíble. Vaya sorpresa. Ha jugado con nosotros un rato. Cómo regatea, cómo chuta. Es fuerte y rápido y no ha dejado de sonreírnos. Cuando se ha ido se ha entretenido un rato enredando sus dedos en mi pelo negro y me ha regalado otra sonrisa y un póster firmado.

Tras él se ha marchado la corte de fotógrafos y cámaras de televisión que le acompaña. Él siempre sonriente.

Qué majo.

Mi compañera Subetha dice que es el que ha pagado la ampliación, la ampliación de la escuela a la que vamos cada tarde después de pasarnos la mañana entera cosiendo balones.

sábado, 26 de noviembre de 2011

No esperes a otoño

Allá lejos, en Fuerteventura, han fallado el I Premio de Relatos Corralejo. No esperes a otoño ha obtenido la condición de finalista, lo cual me anima en esta apuesta mía por la literatura de la igualdad, de la desigualdad, de la diversidad o de como queráis llamarla. Enhorabuena a las personas ganadoras y a la organización por la calidad de los textos recibidos. Y a mí mismo, joder.


No esperes a otoño

Los miércoles suelo ir a comer a casa de mamá. A mí me viene de perlas porque me libro de cocinar —y sobre todo de fregar— y a ella le hace ilusión que la hija pequeña vaya a verla, semanal y puntual. Su chiquitina que vuelve a casa pero como Dios manda, avisando. Bueno, eso me dice, supongo que para evitar que yo me sienta algo gorrona y para no parecer ella demasiado tonta.

Así es ella.
Y así soy yo.
A nuestros años.

Aunque, desde luego, a ver quién se resiste a ese aroma de pencas de acelga rebozadas que ya se capta nada más salir del ascensor, después de retocarte el lápiz labial y acomodarte la melena frente al espejo. Por favor, que también las haya enrollado en bacon crujiente y queso, y pordiós, que me espere una buena merluza en salsa verde con gambitas, huevo duro y puntas de espárragos, que hace semanas que no me la prepara. Y, de remate, la sublime leche frita.

Así es mi llegada a casa; a su casa, ya.
Con besos, con sonrisas, con caricias.
Con hambre.
Aunque al final dé lo mismo qué haya cocinado.

Qué tal por el barrio, qué tal por la oficina. Que si Paquita no sé qué, que si los Iriarte no sé cuántos, que si los del Ayuntamiento son lo que yo te diga, que si van a cerrar la tintorería de enfrente, que si mi artritis, que si vaya calor.

Que si la crisis.

Ésta es nuestra bendita rutina de comida semanal, aperitivo de un cortado descafeinado y, la mayor parte de las veces, de un chupito de hierbas.

Rutina, sí, bendita rutina.
Y tan bendita.

Porque una nunca está preparada. Nunca está preparada para recibir una noticia así. Como la de aquella tarde. El teléfono sonó justo cuando nos sentábamos a ver El Tiempo, ella despotricando porque nunca aciertan, porque siempre llueve cuando anuncian sol. Yo despotriqué aún más por no estar el teléfono portátil a mano y tener que, hija solícita, correr hasta el pasillo a descolgar.

Del hospital.
Mi hermana.
Su coche.

A partir de ahí, la nube que te envuelve, el mirar sin ver, la necesidad de atrapar el aire sin lograrlo, como pez lejos del agua, abrazarse a mamá, a familiares, a amigos, a amigas, preparar la cremación, tener listos los papeles.

Me quedé dos o tres noches a dormir en su casa. No sé quién necesitaba más compañía, quién necesitaba más a quién. Ella, la jubilada, media vida viuda, fuerte, guerrera e independiente; yo, la pequeña, la demasiado mimada durante tantos años, por mi madre y por mi hermana, por la vida en general. No llegué a oírla llorar. Y yo hice lo posible y lo imposible por que ella no me oyera a mí.

Tras aquellos días de tristeza compartida y dolor, de tanto dolor gris y melancólico, callado y paralizante, quise asumir la responsabilidad de intentar pasar página. De tirar hacia adelante. Alguien debía hacerlo y no quería que fuese, una vez más, mi madre. Me tocaba, por fin, a mí, que ya era hora.

Me hice cargo de la casa de mi hermana. Bueno, de su estudio, una buhardilla más bien, un quinto sin ascensor, una escalada agotadora, que no iba yo a visitarla por no echar la pela en cualquiera de aquellas viejas escaleras de madera quejosa.

Tocaba ordenar.
Su ropa, sus libros, sus discos.
Sus zapatos.
Sus fotos y todos esos recuerdos tan horteras que recopilaba en sus viajes.
Sus pinturitas y sus perfumes.
Toda su vida.
A guardarla en cajas.

El casero me había dado un mes, pero tampoco quería alargar aquel trance. No era necesario. Si podía recoger y empaquetar en dos tardes, mejor que en tres. Eso sí, constantemente envuelta, rodeada de su aroma, de su presencia ausente.

En la mesita baja de mimbre que estaba frente a la tele, revistas y revistas, de moda, de viajes, sobre todo de viajes, con esas portadas de aguas critalinas, de desiertos infinitos, de cumbres nevadas, de dioses desnudos de mármol griego, de safaris persiguiendo al fantasma de Finch Hatton por las colinas de Ngong.

Revistas de viajes, revistas de sueños.

En el último cajón de su cómoda, el secreto de su intimidad. No, no eran sus bragas, no, ni sus tampones. Eran cartas, cartas de amigos, de amigas, incluso alguna mía. Ella no quería saber nada de ordenadores ni de mails ni de messengers, quería cartas, cartas y más cartas y, por Navidad, christmas que poner a los pies del Niño Jesús rechoncho y sonrosado que nos regalaron las tías.

Abrirlas, leerlas. No abrirlas, no leerlas.
Mi duda.
Mi tortura.

Algunas liadas con gomas elásticas, en sus sobres, postales guardadas en carpetas de cartulina azul, cartas atadas con cintas perfumadas de olores y colores. Al final, todas metidas en cajas y apiladas en mi trastero, escondidas tras aquellos cuadros tan horrorosos que pinté de joven, temerosa de parecerle odiosamente cotilla si las leía, temerosa de perderla para siempre si las tiraba al contenedor de papel y cartón.

Al vaciar su mesita de noche, la que soportaba aquella espantosa lámpara con Buda incluido que vete tú a saber dónde compró, el estómago se te da la vuelta, las manos te tiemblan y te sudan y tienes que sentarte sobre su colcha de ganchillo, aquella que le hizo mamá.

Un diario.
Su diario.

Yo también empecé uno, de cría, claro, cuando descubrí la historia de Ana Frank, de su querida Kitty, lo del desván y la Gestapo. Supongo que a todas nos pasaba igual.

Pero tú seguiste, hermanita.

Y aquí me dejas todos estos cuadernos, que no me atrevo a esconder en el trastero, junto a tus cartas, detrás de esos cuadros míos tan horrorosos. Todos estos cuadernos, que son una tentación, la tentación de llegar a tu corazón, una puerta abierta a ese corazón que nunca mostraste a tu familia ni al resto de gente a la que querías, a la gente que tanto te quería.

Y ante mí surgen tus frases, las últimas, garabateadas hace unos pocos días, las frases que tantos años hemos intuido, dedicadas a tu amiga del alma. Te quiero, Marta, te quiero, no puedo vivir sin ti. Cuando vuelva a estar entre tus brazos, en otoño, te lo susurraré, por fin.

No debiste esperar al otoño, hermanita.
No debiste esperar.

Y yo debería descolgar el teléfono ahora mismo y decirle de una puta vez lo que siento a la persona que amo.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Fallos y croissants

En este mes de noviembre en el que ando como delantero de Osasuna tirando todas al palo, el Ayuntamiento de Pamplona ha fallado su concurso de relatos infantiles y esta vez no han tenido a bien premiarme, al revés que en abril de 2010, cuando a alguien se le cruzó un cable y decidió que estos croissants australianos ganaran el X Concurso de Relato Breve, dedicado al Camino de Santiago.

Los croissants saben más ricos si los mojas en el café

Ruge el pitorro, hiriente, en el interior de la jarra metálica. La leche se vuelve espuma. Aumenta de volumen. Bulle. Botón rojo; el chorro de café termina de gotear. Planto las tazas sobre los platillos. Vuelco suavemente la jarra formando nubecicas. Sus cucharillas. Sus azucarillos. Son los primeros cortados de la mañana. Entre legañas. Las mías y las de ellos.

Vaya noche de calor. No he podido pegar ojo. Vueltas y más vueltas. Desvelada. Me quitaba la sábana. Me volvía a tapar. La piel pegajosa, empapada. Cambio de postura. No ha habido forma. Y cuando parece que por fin caes adormilada, zas, el puto despertador. Ducha rápida, raya en el ojo y a la calle, cuando todavía es de noche. Ni pizca de aire, sólo esa atmósfera caliente y densa que te envuelve, que te aplasta contra los adoquines. Mis pasos resuenan entre las paredes de mis calles estrechas. Mi Casco Viejo está desierto. Somos las primeras en abrir. Y los de las máquinas barredoras los primeros en pedir. No hay nadie más. Hasta el del puesto de periódicos de enfrente se ha cogido vacaciones estos días. El repartidor nos deja el paquete atado sólo a nosotras; no hay nada para él. 

Aquí entra Mikel. Es majo. Brutico y puntual, como todas las mañanas. Barcas con decenas de barras de pan, croissants, palmeras, bollos suizos y bombas de nata o chocolate. Un aupa para los de las barredoras. Luego silba a Marta, mi compañera, que empieza a llenar las vitrinas; grita a Wendy, nuestra cocinera, que ya está batiendo huevos y, finalmente, me dice guapa. Qué pesao. Pero sí. Es majo. Siempre amable. Nunca una mala cara.
Y empiezan a llegar. Éstos parecen alemanes. Dos parejas. Tendrán unos cincuenta. O más. No sé. Ellas se sientan y ellos vienen a pedir, caballerosos. Las mochilas en el suelo, bajo su mesa. Pantalón corto los cuatro, las piernas arrugadas y bronceadas, gorro en la cabeza, gafas y la concha sobre el pecho. Piden en inglés y Marta me los cede. Qué cabrona. Podrías apuntarte tú también a la Escuela de Idiomas, rica.

Y luego aparecen más.

Vienen del albergue de al lado de San Cernin.

Franceses.

Americanos.

Austríacos.

Españoles.

No podían faltar tres japoneses.

Hasta que entra él. Con otro chico. Es alto. Guapo de ganas. Sin afeitar. La melena rubia recogida en rastas. Hablan en inglés. Ahora Marta sí que les atiende. Meterá tripa y sacará tetas. Lo hace. Qué zorra. Como si no la conociera. Y encima piden en castellano. Dos con leche y dos croissants. Son australianos, me dice Marta mientras no conseguimos apartar la vista de sus culos cuando nos dan la espalda. Les miramos abobadas. A veces pasa, que entra un tío bueno y no le quitas ojo. Pero ellos ni caso. Sus cafés y sus croissants. Su guía de viajes. Hasta que él levanta la mirada. Me sonríe. Y yo, pava de mí, me pongo más roja que el pañuelo de mi Peña. Marta se descojona. Me guiña un ojo. Cómo está el tío, me dice moviendo muda y ostentosamente los labios.

Él me mira varias veces más. Qué ojos. Qué labios. Qué brazos. Qué dientes. Qué todo. Hasta su voz me gusta. Intento disimular. Me esmero con los demás clientes. Limpio. Sirvo. Recojo. Cobro. Aroma a café y a horno caliente. Pero el reojo, siempre hacia su mesa.

Y su mirada, siempre clavada en mí.

Sin embargo, de repente, el mundo se acaba.

Se levantan, pagan y se van.

—Hasta la vista, señoritas —suelta en un castellano encantador y sonriente.

La calle Mayor les espera. San Lorenzo les espera. La Ciudadela les espera. Zizur les espera. Los campos de trigo a punto de cosecha. El adiós.

Me quedo desinflada. Triste. ¿Me habré vuelto gilipollas?

La mañana pasa, el calor vuelve. Los marianitos y los fritos sustituyen a los cafés y los bollos. Falta poco para acabar nuestro turno. A la piscina. Remojón y rutina que me sentarán de maravilla. Me agacho a recoger unas monedas que se le han escurrido a una señora dentro de la barra.

Me incorporo.

Sus ojos. Sus rastas. Su barba. Sus dientes. Su cara quemada por el sol. Está solo. Suda. Su voz guiri sonríe.

—¿A qué hora sales, chica? ¿Quieres acompañarme?





martes, 15 de noviembre de 2011

Tarde de escritor

Ayer por la tarde me llamaron de Muskiz, para decirme que me concedían un accésit en el Osmundo Bilbao Garamendi de narrativa solidaria. Por otra parte, Jesús Muñoz, de editorial Ledoria, me comunicó que es muy probable que Beautiful Rhodesia entre en imprenta esta misma semana. Y finalmente cerré la publicación de un cuento con la Fundación Juan Bonal, que cada año edita una recopilación de relatos solidarios.

Decididamente, la de ayer fue una tarde de escritor.

Eso sí, no escribí una puta frase.

sábado, 29 de octubre de 2011

MostrARTEnavarra 2011



Un joven y novato escritor de la calle Estafeta cosechó su primer reconocimiento literario en este certamen, al llevarse el tercer premio de la edición de 2009 con 365, un relato ambientado en el comedor social París 365. Probó suerte al año siguiente con El Pasadizo, una historia que mezclaba mujeres inmigrantes y vino, y obtuvo el primer premio.

El plazo para presentarse a la presente edición finaliza el próximo 18 de noviembre. Este año existen tres categorías, pintura, fotografía y audiovisual, que sustituye a la de literatura.

En este enlace podéis consultar toda la información relativa al proyecto y las bases para participar:

http://www.mostrartenavarra.org/Portada/Default.aspx

No es necesario comentar que siempre voy a mirar este certamen con cariño, por lo que supuso para mí, por una parte, y, sobre todo, por su finalidad, que no es otra que concienciar a la población acerca de la situación del colectivo inmigrante, especialmente la de las mujeres.

Y además la gente que coordina el concurso es estupenda.

Claro, es que son de Cruz Roja.

sábado, 22 de octubre de 2011

Repasando marketing

Allá por el principio de los noventa, cuando tenía pelo y estudiaba la carrera de Económicas, teníamos una asignatura de Marketing. Siendo optativa, y como quiera que quien me conoce sabe de mi olfato para los negocios y mi visión de futuro, elegí otra, que no me debió de gustar porque no recuerdo cuál fue.

Aunque la verdad es que no me gustó ninguna. Pero ésa es otra historia.

Así que aquí estoy ahora, con ganas de darme a conocer a mí y a mi obra incipiente, investigando sobre esto del marketing en la red e intentando dejar mi huella en la blogosfera como Armstrong en la Luna, si es que aquello no fue un fraude, claro.

Para empezar, creo que quedará bien decir que hoy me he enterado de que soy finalista en un premio de relatos. En unos días se sabrá quién gana.

A ver si me toca.