No es cuestión de ir reventando historias, o de hacer spoilers como dice la gente guay, pero igual a alguien le apetece leer las primeras líneas de Orán ya no te quiere. Así que ahí las tenéis.
Café con sangre
El cuerpo se desplomó sobre la acera y, del orificio surgido en la nuca, la sangre corrió por entre las ranuras que separaban las baldosas.
Mansa y espesa.
Mezclada con la masa encefálica.
Como petróleo vertido en el mar.
Un Renault Dauphine blanco, matriculado en Orán, recogió al autor del disparo que, tras ocultar la Star en el bolsillo interior de su cazadora de cuero y abrir la portezuela, vociferó:
—¡Viva Argelia Francesa! ¡Viva Argelia Francesa! ¡De Gaulle, traidor!
Solo unos minutos antes, con las legañas todavía pegadas a los lagrimales, Rafael González había apurado cotidiano su café con leche, el tazón rebosante de sopas de pan del día anterior, la voz de Charles Aznavour acariciando cada rincón de la cocina de su pisito en rue Jules Verne.
Por delante, una nueva mañana de tranvía atiborrado de indigènes y europeos, de idiomas entremezclados y aromas hediondos, de paradas y más paradas hasta llegar a la gendarmería en avenue Sidi-Chami —una horita de lectura sosegada de los partes del turno de noche, sin novedad, afortunadamente todos sin novedad—, antes de arrancar la habitual y tediosa ronda a pie por las calles del distrito de Delmonte. Al atardecer, un paseo agradable del brazo de Gisèle que se habría puesto tan bonita como siempre y, tal vez, una copita helada de Ricard en la terraza del Café Lyon, frente al Mediterráneo, respirándolo, degustándolo, en charla distraída o silencio relajado, antes de regresar a casa, cenar, escuchar la radio y terminar juntos otra jornada de rutina deliciosa.
Café con sangre
El cuerpo se desplomó sobre la acera y, del orificio surgido en la nuca, la sangre corrió por entre las ranuras que separaban las baldosas.
Mansa y espesa.
Mezclada con la masa encefálica.
Como petróleo vertido en el mar.
Un Renault Dauphine blanco, matriculado en Orán, recogió al autor del disparo que, tras ocultar la Star en el bolsillo interior de su cazadora de cuero y abrir la portezuela, vociferó:
—¡Viva Argelia Francesa! ¡Viva Argelia Francesa! ¡De Gaulle, traidor!
Solo unos minutos antes, con las legañas todavía pegadas a los lagrimales, Rafael González había apurado cotidiano su café con leche, el tazón rebosante de sopas de pan del día anterior, la voz de Charles Aznavour acariciando cada rincón de la cocina de su pisito en rue Jules Verne.
Por delante, una nueva mañana de tranvía atiborrado de indigènes y europeos, de idiomas entremezclados y aromas hediondos, de paradas y más paradas hasta llegar a la gendarmería en avenue Sidi-Chami —una horita de lectura sosegada de los partes del turno de noche, sin novedad, afortunadamente todos sin novedad—, antes de arrancar la habitual y tediosa ronda a pie por las calles del distrito de Delmonte. Al atardecer, un paseo agradable del brazo de Gisèle que se habría puesto tan bonita como siempre y, tal vez, una copita helada de Ricard en la terraza del Café Lyon, frente al Mediterráneo, respirándolo, degustándolo, en charla distraída o silencio relajado, antes de regresar a casa, cenar, escuchar la radio y terminar juntos otra jornada de rutina deliciosa.