Allá lejos, en Fuerteventura, han fallado el I Premio de Relatos Corralejo. No esperes a otoño
ha obtenido la condición de finalista, lo cual me anima en esta apuesta mía por la literatura de la igualdad, de la desigualdad, de la diversidad o de como queráis llamarla. Enhorabuena a las personas ganadoras y a la organización por la calidad de los textos recibidos. Y a mí mismo, joder.
No esperes a otoño
Los miércoles suelo ir a comer a casa de mamá. A mí me viene de perlas porque me libro de cocinar —y sobre todo de fregar— y a ella le hace ilusión que la hija pequeña vaya a verla, semanal y puntual. Su chiquitina que vuelve a casa pero como Dios manda, avisando. Bueno, eso me dice, supongo que para evitar que yo me sienta algo gorrona y para no parecer ella demasiado tonta.
Así es ella.
Y así soy yo.
A nuestros años.
Aunque, desde luego, a ver quién se resiste a ese aroma de pencas de acelga rebozadas que ya se capta nada más salir del ascensor, después de retocarte el lápiz labial y acomodarte la melena frente al espejo. Por favor, que también las haya enrollado en bacon crujiente y queso, y pordiós, que me espere una buena merluza en salsa verde con gambitas, huevo duro y puntas de espárragos, que hace semanas que no me la prepara. Y, de remate, la sublime leche frita.
Así es mi llegada a casa; a su casa, ya.
Con besos, con sonrisas, con caricias.
Con hambre.
Aunque al final dé lo mismo qué haya cocinado.
Qué tal por el barrio, qué tal por la oficina. Que si Paquita no sé qué, que si los Iriarte no sé cuántos, que si los del Ayuntamiento son lo que yo te diga, que si van a cerrar la tintorería de enfrente, que si mi artritis, que si vaya calor.
Que si la crisis.
Ésta es nuestra bendita rutina de comida semanal, aperitivo de un cortado descafeinado y, la mayor parte de las veces, de un chupito de hierbas.
Rutina, sí, bendita rutina.
Y tan bendita.
Porque una nunca está preparada. Nunca está preparada para recibir una noticia así. Como la de aquella tarde. El teléfono sonó justo cuando nos sentábamos a ver El Tiempo, ella despotricando porque nunca aciertan, porque siempre llueve cuando anuncian sol. Yo despotriqué aún más por no estar el teléfono portátil a mano y tener que, hija solícita, correr hasta el pasillo a descolgar.
Del hospital.
Mi hermana.
Su coche.
A partir de ahí, la nube que te envuelve, el mirar sin ver, la necesidad de atrapar el aire sin lograrlo, como pez lejos del agua, abrazarse a mamá, a familiares, a amigos, a amigas, preparar la cremación, tener listos los papeles.
Me quedé dos o tres noches a dormir en su casa. No sé quién necesitaba más compañía, quién necesitaba más a quién. Ella, la jubilada, media vida viuda, fuerte, guerrera e independiente; yo, la pequeña, la demasiado mimada durante tantos años, por mi madre y por mi hermana, por la vida en general. No llegué a oírla llorar. Y yo hice lo posible y lo imposible por que ella no me oyera a mí.
Tras aquellos días de tristeza compartida y dolor, de tanto dolor gris y melancólico, callado y paralizante, quise asumir la responsabilidad de intentar pasar página. De tirar hacia adelante. Alguien debía hacerlo y no quería que fuese, una vez más, mi madre. Me tocaba, por fin, a mí, que ya era hora.
Me hice cargo de la casa de mi hermana. Bueno, de su estudio, una buhardilla más bien, un quinto sin ascensor, una escalada agotadora, que no iba yo a visitarla por no echar la pela en cualquiera de aquellas viejas escaleras de madera quejosa.
Tocaba ordenar.
Su ropa, sus libros, sus discos.
Sus zapatos.
Sus fotos y todos esos recuerdos tan horteras que recopilaba en sus viajes.
Sus pinturitas y sus perfumes.
Toda su vida.
A guardarla en cajas.
El casero me había dado un mes, pero tampoco quería alargar aquel trance. No era necesario. Si podía recoger y empaquetar en dos tardes, mejor que en tres. Eso sí, constantemente envuelta, rodeada de su aroma, de su presencia ausente.
En la mesita baja de mimbre que estaba frente a la tele, revistas y revistas, de moda, de viajes, sobre todo de viajes, con esas portadas de aguas critalinas, de desiertos infinitos, de cumbres nevadas, de dioses desnudos de mármol griego, de safaris persiguiendo al fantasma de Finch Hatton por las colinas de Ngong.
Revistas de viajes, revistas de sueños.
En el último cajón de su cómoda, el secreto de su intimidad. No, no eran sus bragas, no, ni sus tampones. Eran cartas, cartas de amigos, de amigas, incluso alguna mía. Ella no quería saber nada de ordenadores ni de mails ni de messengers, quería cartas, cartas y más cartas y, por Navidad, christmas que poner a los pies del Niño Jesús rechoncho y sonrosado que nos regalaron las tías.
Abrirlas, leerlas. No abrirlas, no leerlas.
Mi duda.
Mi tortura.
Algunas liadas con gomas elásticas, en sus sobres, postales guardadas en carpetas de cartulina azul, cartas atadas con cintas perfumadas de olores y colores. Al final, todas metidas en cajas y apiladas en mi trastero, escondidas tras aquellos cuadros tan horrorosos que pinté de joven, temerosa de parecerle odiosamente cotilla si las leía, temerosa de perderla para siempre si las tiraba al contenedor de papel y cartón.
Al vaciar su mesita de noche, la que soportaba aquella espantosa lámpara con Buda incluido que vete tú a saber dónde compró, el estómago se te da la vuelta, las manos te tiemblan y te sudan y tienes que sentarte sobre su colcha de ganchillo, aquella que le hizo mamá.
Un diario.
Su diario.
Yo también empecé uno, de cría, claro, cuando descubrí la historia de Ana Frank, de su querida Kitty, lo del desván y la Gestapo. Supongo que a todas nos pasaba igual.
Pero tú seguiste, hermanita.
Y aquí me dejas todos estos cuadernos, que no me atrevo a esconder en el trastero, junto a tus cartas, detrás de esos cuadros míos tan horrorosos. Todos estos cuadernos, que son una tentación, la tentación de llegar a tu corazón, una puerta abierta a ese corazón que nunca mostraste a tu familia ni al resto de gente a la que querías, a la gente que tanto te quería.
Y ante mí surgen tus frases, las últimas, garabateadas hace unos pocos días, las frases que tantos años hemos intuido, dedicadas a tu amiga del alma. Te quiero, Marta, te quiero, no puedo vivir sin ti. Cuando vuelva a estar entre tus brazos, en otoño, te lo susurraré, por fin.
No debiste esperar al otoño, hermanita.
No debiste esperar.
Y yo debería descolgar el teléfono ahora mismo y decirle de una puta vez lo que siento a la persona que amo.