jueves, 26 de enero de 2012

365

En 2009 me presenté al MostrARTEnavarra, un concurso nuevo, promovido por Cruz Roja, que pretendía reflejar la nueva realidad navarra en el entorno laboral. Fue mi primera incursión en esta literatura de la diversidad que suelo practicar y no me fue mal. Quedé tercero. Por aquel entonces el París 365 andaba por la calle Jarauta. Hoy están en la calle San Lorenzo.




365


Aquella noche llegué un poquito más tarde. 

Me extrañaron su silla vacía y un ramillete de flores modestas en una de nuestras jarras de agua colocada frente a su ausencia.

No se oían voces ni risas; sólo el entrechocar de platos y cubiertos.




Hola, soy Itziar. Al acabar el verano, una se plantea un montón de objetivos y actividades. Se hace muy duro olvidar la bendita rutina de sol, piscina matutina y vinos vespertinos. No es fácil la transición, de ahí que mucha gente opte por ocupar, también en otoño, esas horas previas a la cena: cursos de inglés, de francés, de pintura, manualidades, cocina o internet. Y el spinning, claro.

Durante un paseo por el parque que oxigena mi apartamento reflexioné sobre ello. Estaba segura de que podía dedicar mi tiempo libre a algo más fructífero que la incineración de calorías. Me resistía a convertirme en una más de los muchos y muchas que corren a apuntarse a los gimnasios a primeros de septiembre. Afortunadamente nunca he dejado que mi autoestima decline en función de un posible exceso de kilos. Pero ahí tienes a los amigos, que te recomiendan el deporte, no por estética, claro, sino por salud, como ellos dicen: ayuda en la lucha contra el estrés, te mantiene en forma, reporta satisfacción, duermes mejor y, por qué no, te sientes más guapa. Ya he seguido ese consejo en muchos otros comienzos de trimestre: al empezar el otoño, después de Navidad o antes de llegar el verano. Y siempre he terminado considerándolo una pérdida de tiempo. Y de dinero, por supuesto. Pero también, siempre, he reincidido. Hasta este pasado septiembre.

Martina, mi compañera argentina de la oficina, fue la que me engañó. Te invito a una cerveza y charlamos, me dijo. Qué arpía. Paseamos por la parte vieja de la ciudad y entramos a una tasca, que no visitaba hacía años, en la que disfruté mis primeras cogorzas de adolescente. Y mis primeros besos.

El bar estaba cambiado, modernizado, pero no operado. Operados son, para mí, esos viejos bares que se ven sometidos a tal reforma quirúrgica que no resultan ya reconocibles ni integrados en su entorno. Aceros inoxidables, luces de neón o discotequeras, muebles de diseño incómodo que no encajan en los cascos históricos de las ciudades; pero muchos continúan siendo reconstruidos con esa irrespetuosa manía por lo anacrónico. Tiene delito. En éste, en cambio, habían sabido mantener el estilo y el sabor. Fueron sustituidas las maderas podridas, y pintadas las paredes manchadas por el humo y el tiempo. Olía a nuevo y presentaba una decoración sencilla de inspiración universal: máscaras africanas, tejidos amerindios y geometría árabe se mezclaban con fotografías en blanco y negro de mi ciudad.

El chico de la barra sirvió dos cervezas, con torpeza y exceso de espuma.

—Soy Javi —se presentó—; poner cañas no es lo que mejor se me dé.

Pues si un camarero no sabe..., pensé.

—Javi se encarga de orientar y gestionar ayudas económicas para nuestros usuarios —Martina aclaró divertida—. Es trabajador social.

El chico se secó las manos con el trapo que colgaba del hombro y me ofreció la derecha por encima de la barra.

—¿Usuarios? —pregunté extrañada.

Martina me sonrió. Teatrera, sorbió lentamente la cerveza.

—Pues sí; hemos convertido tu viejo garito en un comedor social. Damos desayunos, comidas y cenas a personas sin recursos. Los trescientos sesenta y cinco días del año.

—Y hacemos muchas más cosas... —intervino Javi abriendo los brazos como si quisiera abarcar el mundo entero.

Martina me guió hacia el comedor. Un hombre algo encorvado, de pelo blanco pero espíritu aún brioso, colocaba platos y cubiertos en las mesas. Más tarde averigüé que se trataba de un fontanero jubilado que había reparado todas las cañerías del local y que por las noches colaboraba sirviendo las cenas.

En la cocina una pareja se afanaba pelando patatas y empanando pechugas de pollo. Mikel, abogado, pasaba dos tardes a la semana en el comedor asesorando a inmigrantes en situación ilegal en el proceso de obtención de su regularización. Me guiñó un ojo para saludarme, pues tenía las manos embadurnadas de harina, huevo y pan rallado. Junto a él, Aritz; era médico y visitaba regularmente a algunos ancianos del barrio que ya no podían acudir al comedor. Les llevaba comida caliente y vigilaba su salud y su soledad.

—Y tú, ¿qué labor haces aquí? —pregunté a Martina.

—Evalúo las solicitudes que recibimos, chica. Hay que mirar su renta, si trabajan o están en paro. Cuánto pagan de alquiler, si tienen familia... Cada vez son más. Y necesito ayuda.

Así fue como cambié el gimnasio por el comedor solidario. Bien fácil.

A la noche siguiente, María, la dietista encargada de elaborar los menús, me explicaba cómo atender la barra y dónde estaba cada cosa. Mientras charlábamos fueron llegando los usuarios habituales de la cena. Ancianos empobrecidos por sus míseras pensiones, subsaharianos que malvivían de la venta ambulante, gitanos que cada noche se tragaban el orgullo, ecuatorianos despedidos de sus trabajos, mujeres en paro acompañadas por sus niños impecablemente lavados y peinados... María saludó a cada comensal por su nombre mientras se iban sentando en sus lugares de costumbre. Del comedor surgía una cháchara agradable mientras yo preparaba jarras de agua y abría algunas botellas de vino. Martina ya me había advertido que muchas de aquellas personas no sólo buscaban alimento físico, sino más bien un lugar cálido y amigable donde reunirse, relacionarse y volver a sentirse seres humanos. Alimentaban su alma.

Noche a noche, yo también los fui conociendo. Saïd, que no podía comer cerdo; Carmen, con sus hijos Nicolás, Sara y Alex; dos chicos de Zimbabwe, Robert y Joshua, de los que nunca conseguí pronunciar bien el apellido (ellos tampoco el mío); Mario, ex-presidiario, ex-drogadicto y encargado de recoger los alimentos que nos donaban los bares, comercios y sociedades gastronómicas de los alrededores. Así hasta cuarenta personas. Pero los que mayor ternura me inspiraban eran Sagrario, una mujer con su escaso pelo blanco escrupulosamente peinado, vestida con sencillez y limpieza, que te miraba con dignidad envuelta en cariño, mientras arrastraba penosamente los pies. Siempre llegaba apoyada en el brazo robusto de Wilson, su vecino colombiano, albañil en paro, quien la hacía reír constantemente, piropeándola como sólo sabe hacerlo un cartagenero. Compartían una mesa para dos. Eran, sin duda, una de las parejas más curiosas y ruidosas de las que caían por allá. Y contagiaban su alegría en un lugar realmente necesitado de ella.

Así pasó el otoño. Mis brazos no necesitaron tonificarse en el gimnasio, pues cinco tardes a la semana atendía el comedor en el horario de cena y acarreando cajas y bandejas una se pone muy pero que muy en forma. Y otros dos días solía ayudar a mi amiga Martina a analizar las solicitudes que recibíamos. También llevábamos la contabilidad del proyecto. Confiaban en nuestra capacidad con los números; claro, éramos las del banco.

Y celebramos la Navidad. Mis padres no entendieron que no pasara con ellos la Nochebuena ni la Nochevieja. Pero mi sitio estaba allí, con la zambomba, el turrón, los confetis y el cava barato.

 

La noche que llegué tarde el silencio me sorprendió. No había voces; sólo, como he dicho, el ruido de la vajilla y las noticias, muy bajitas, en el televisor. La mesa de Wilson y Sagrario estaba vacía.

Pobre mujer, era tan mayor... La echaremos en falta, pensé mientras observaba las flores sobre la mesa desocupada. Sin duda las habría traído Wilson, su eterno compañero.

Las caras de mis colegas transmitían tristeza y melancolía. Intenté sobreponerme y me puse el delantal. En ese momento entró Sagrario, con su alegría escondida. Arrastraba los pies más de lo normal, del brazo de Javi, nuestro trabajador social, que me habló con ojos enrojecidos:

—Wilson. Se ha caído de un andamio. Había empezado a trabajar. Sin papeles.



Dedicado a las chicas y chicos del París 365
Jarauta 87
31001 Pamplona-Iruña
Échales un vistazo y un cable en
http://paris365.blogspot.com/

lunes, 23 de enero de 2012

Copa de África

Sí, lo confieso. Me gusta África. Y me gusta el fútbol. Así que desde este sábado ando pegado a la tele, siguiendo la Copa de África de naciones, que se está celebrando en Guinea Ecuatorial y Gabón.

El sábado, Teodoro Obiang, uno de los dictadores más antiguos del mundo, inauguró en Bata, capital de la Guinea continental, el campeonato que designará a la mejor selección africana. En el primer partido, Guinea Ecuatorial se impuso por un gol a cero a Libia. Como anécdota, cabe destacar que ese gol histórico lo obtuvo un madrileño, Javier Balboa, hijo de inmigrantes ecuatoguineanos en España. Pero no es el único español que ha regresado a la tierra de sus padres para vestir los colores de la Nzalang Nacional: Juvenal, Bodipo, Randy o, el caso más curioso, Iván Bolado, hijo de un colono nacido en Guinea cuando ésta era colonia española.



También es blanco Carlos Fernandes, portero de Angola, nacido en África, que defiende la camiseta del país que sus padres tuvieron que abandonar cuando se produjo la descolonización y la posterior guerra civil.

Del mismo modo que son ya muchos los futbolistas de origen africano integrados en selecciones europeas, me alegra que también ocurra al revés, que haya jugadores de origen europeo disputando la Copa de África.

Me gusta esta mezcla de colores, razas y fúbol.

Es el futuro.

Y el presente.

viernes, 20 de enero de 2012

En Onda Vasca

Mañana sábado, a eso de las once de la mañana, en Onda Vasca, Patxo Abarzuza, de Elkar, hablará sobre Beautiful Rhodesia en su espacio semanal de libros.

Aquí os dejo el enlace por si queréis escucharlo en directo. O poned la radio.

http://www.ondavasca.com/

A ver qué dice...

jueves, 19 de enero de 2012

Verano del 43

Hasta este blog suelen llegar visitantes de diverso pelaje: gente de mi cuadrilla, del trabajo, de mi familia (¡hola tita!), gente a la que le ha gustado mi novela, gente a la que no, gente que escribe, gente que lee y cae incluso quien gusta de los Sanfermines y las historias de espías.

Para estas dos últimas categorías rescato un artículo publicado hace ya algunos años en blogsanfermin.com.


Verano del 43

Una mañana de comienzos de julio de 1943, en plena II Guerra Mundial, Hans Schaeffer, nacido en Buenos Aires, de padres austríacos, tomó el Plazaola en la donostiarra estación de Amara. Su destino, como el de muchos otros oficiales y soldados alemanes destinados en el País Vasco-Francés, Pamplona y sus recién iniciadas fiestas de San Fermín.

Pero Shaeffer no era un oficial como los demás. De hecho viajaba de paisano y con pasaporte argentino falso. Su misión, en la que llevaba inmerso casi dos años, consistía en intentar desmantelar la red de mugalaris y contrabandistas que ayudaban a los espías y pilotos aliados derribados a cruzar la frontera franco-española, en su ruta de huida hacia el Gibraltar británico.

Se alojó en el desaparecido Hostal Burguete de la calle San Nicolás, situado más o menos a la altura del actual bar Iru. Durante esos días se hizo habitual de los encierros en un balcón de la calle Estafeta, de una barrera de sombra en nuestra Plaza de Toros y fue común encontrarle cenando en tascas del Casco Viejo tras la corrida para perderse después en los conciertos, bailes o espectáculos revisteriles que solía organizar el bar Baserri. Varias de aquellas noches las acabó en la bodega del Iruña (actual bar Subsuelo) donde, unido a una variopinta mezcla de nativos y visitantes, se pulía todo el vino que podía, cantaba al compás de guitarras y acordeones, intentaba ganarse la atención de las chicas de dudosa reputación que acudían a aquel antro y daba cuenta del caldico que les llevaba a las dianas y al nuevo día.

La noche del 11 al 12 de julio protagonizó en dicha bodega una agria disputa con el periodista sueco Stephan Johansson, al parecer por los favores de Rosa, una famosa prostituta de la calle Curia. Los dos hombres, envalentonados por el vinorro y el anís, salieron a la belena de Pintamonas dispuestos a resolver sus diferencias.

Hans Schaeffer nunca fue visto de nuevo en Pamplona.

Y el tal Johansson resultó ser Frank McCormack, nombrado unos años más tarde director adjunto del MI6, el servicio secreto británico.

lunes, 16 de enero de 2012

Fraga en Guinea

Hoy me ha escrito un amigo ecuatoguineano, lamentándose de la muerte de Manuel Fraga Iribarne; para él, el hombre que concedió la independencia a su país. Es posible que desde aquí lo veamos de otra forma, pero en esa zona de África, mucha gente ve aún a Fraga como un libertador.

El 12 de octubre de 1968 la bandera española fue arriada en Santa Isabel, hoy Malabo, poniendo fin a más de dos siglos de colonización española.

El representante de Franco en aquella ceremonia fue Fraga. En esta fotografía lo vemos sentado frente al presidente electo de la nueva nación, Francisco Macías Nguema. Aquella fue una independencia tutelada, en la que España intentó conservar sus intereses económicos y mantuvo destacamentos de la Guardia Civil. Unos pocos meses más tarde, Macías decidió cortar de forma absoluta los vínculos con la metrópoli, eliminó a la oposición política y se autoproclamó presidente vitalicio. Los colonos españoles, muchos de ellos guineanos de nacimiento, abandonaron precipitadamente el país, dejando atrás sus posesiones. El barco que evacuó a los últimos colonos de la Guinea continental se llamaba, curiosamente, Ciudad de Pamplona.

Aquí os dejo este interesantísimo documental sobre la vida de aquellos hispanoafricanos y la nostalgia que sienten, aún hoy, por su tierra.

sábado, 14 de enero de 2012

Pasaje a la India

En estos tiempos de comunicación instantánea, a la gente que nos dedicamos a contar historias y que tenemos un ego más grande que el acueducto de Lodosa, nos gusta consultar las estadísticas de Google para ver desde dónde nos sigue nuestro público.

Así, este blog literario, que apenas tiene unos mesecicos de vida, es visitado, no solo por gente de mi pueblo y de los alrededores, sino también por paracaidistas llegados de Estados Unidos, Francia, Australia, Inglaterra, Alemania, Argentina, Rusia o, incluso, de Letonia (qué estarías buscando, pillín).

Por eso, en esta época de relaciones internáuticas y electrónicas, me ha hecho una ilusión bárbara encontrarme esta mañana en el buzón, entre facturas y menús de restaurante chino, una tarjeta postal redactada (¡¡¡a mano!!!) en Kerala, en plenas navidades, por mi club de fans en la India.

La postal en cuestión muestra la imagen de Ganesa, deidad hindú de las artes y las ciencias, del intelecto y la sabiduría.

Su rasgo más característico es su cabeza de elefante.

Y no he entendido el chiste. Hace ya mucho que, al salir de la ducha, no presumo de trompa ante el espejo, queridos amigos.

miércoles, 11 de enero de 2012

El detective en casa

Hoy he ido a comer a casa de mis padres y, en la sobremesa, el patriarca Erice se ha puesto la txapela de Sherlock Holmes.

Circunspecto, ha abierto Beautiful Rhodesia por la página 135 y ha señalado la cuarta línea empezando por abajo.

—¿No debería poner Ainhoa donde dice Sandra?

El arrogante y joven escritor de la Estafeta no ha tenido más remedio que darle la razón, con lo poco que le gusta dar su brazo a torcer.

Un 10 para el veterano Sherlock Erice.

martes, 10 de enero de 2012

Puenting en Zimbabwe

Normalmente las noticias que suelen llegarnos de Zimbabwe están referidas a crisis alimentarias, a epidemias de cólera, a tongos electorales o al despiadado y corrupto régimen de Robert Mugabe. Pero estos días, el vídeo que ha dado la vuelta al mundo es el de esta australiana que salvó la vida en las Cataratas Victoria cuando, al hacer puenting sobre el río Zambeze, se le rompió la goma. Ella dice que fue un milagro y no le falta razón.



Desde luego, no puedo dejar de imaginar a un joven Patrick McCarthy, de excursión con sus compañeros del cole, escuchando las explicaciones del profesor Burroughs, en Beautiful Rhodesia.

Más de cien metros de desnivel. Casi dos kilómetros de anchura. Mosi-oa-Tunya le llaman los nativos, el humo que truena. El Zambeze precipitándose por la sima.


lunes, 9 de enero de 2012

Beautiful Rhodesia en Ajuste de Cuentos

Patxi Irurzun, con el que tuve la suerte de contar en la presentación de mi novela el pasado 16 de diciembre, dedicó a Beautiful Rhodesia un amable artículo hace unos días en su blog, Ajuste de Cuentos. Como auguraba en Dios nunca reza, no le han dado el Nadal, pero como él dice cuando se pone tontorrón, le basta con que el público disfrute con sus libros. Y lo consigue.


ETNOTHRILLER
Asomado a un balcón de la Estafeta, que como todo el mundo sabe es la calle más importante del mundo, uno puede ver hasta Zimbabwe, antes Rodhesia, aunque, claro, todo depende de quién mire, hay que tener vista de lince, o ser Carlos Erice, que acaba de publicar Beautiful Rhodesia, el primer etnothriller de la historia de la literatura (igual nos ponemos estupendos, pero ya que nos hemos inventado la etiqueta que luzca bien). El pasado viernes la presentamos, y fue una gozada. Asistir al nacimiento o el bautizo de un primer hijo literario, siempre lo es, sobre todo si te dejan estar ahí, de padrino, como estuve yo (que es una buena forma de estar sin estorbar mucho). Nos echamos unas risas y vino un buen puñado de gente, lo de buen en los dos sentidos, a acompañar a Carlos, al que luego se le quedó la mano tonta de firmar en la peña Anaitasuna, donde hicimos el tercer tiempo (le robo esto a Unai, uno de los bloggers de la bitácora sanferminera que Carlos y unos cuanto sanfermineros impenitentes mantienen abierta todo el año menos en sanfermines, como es natural).

'Beautiful Rhodesia' es, efectivamente, un etnothriller, una novela negra por partida doble, novela de espías e intriga, y que transcurre en el Africa negra, con pareja de investigadores mixta, un espía del CNI llamado Miguel Arnaiz y una policía zimbausea (¿se dirá así?). Tensión de todo tipo, sexual, racial, que se mantiene todo el libro y que se solventa al final y no, porque cuando acabas el libro todavía queda algo en el aire. Y además, una reflexión sobre el racismo, la realidad social de los últimos años en Zimbabwe... Todo eso, asomado a la Estafeta, desde donde Carlos, que no ha pisado Africa en su vida, ha armado muy bien armado (la cosa empieza a tiro limpio) este libro que recibió el Premio Lopez Torrijos de novela, editado por Ledoria.

Y además, Carlos Erice sabe ponerse muy bien para las fotos: obsérvese tras sus espaldas los libros que adornan sus estanterías: Resaca / Hank over, Cuentos sanfermineros, Dios nunca reza, Atrapados en el paraíso. Gran tipo, Carlos, y como ya se ha dicho en otra ocasión, llevando la locomotora de la literatura navarra lejos, hasta Zimbabwe y hasta donde haga falta.

miércoles, 4 de enero de 2012

Literatura colonial portuguesa (III)

António Lobo Antunes puede que sea el autor portugués que con mayor crudeza ha hablado sobre la guerra colonial, sobre la guerra de Ultramar como la conocían nuestros vecinos o las guerras de independencia desde el punto de vista de guineanos, angoleños y mozambiqueños.

Nacido en 1942, en Lisboa, y licenciado en medicina, cumplió su servicio militar en Angola donde fue testigo de las mayores barbaridades, que han dejado una huella profunda en su forma de entender la vida y la literatura.

Su estilo es complejo, monumental, muy trabado y trabajado, y su literatura le ha convertido, desde hace años, en candidato al Nobel.

Hace algo menos de un año que leí su Esplendor de Portugal, título que toma del primer verso del himno nacional luso. Narra las desventuras de una familia de retornados, de colonos portugueses en Angola que se ven obligados a regresar a la península cuando este país alcanza la independencia en 1975. Una península, un Portugal, que no es, desde luego, su país, como demuestra la madre de la familia que prefiere quedarse en África expuesta a los saqueos, a la guerra civil y al afán de revancha de los guerrilleros negros.

Como en un puzzle deslavazado y agobiante, sus capítulos son monólogos de prácticamente frase única, sin apenas puntos, piezas que el lector debe recomponer para entender el desarraigo de aquellos africanos blancos que recuerdan con nostalgia la riqueza de sus haciendas, sus privilegios, su dominio sobre la mayoritaria población negra y sus propias miserias y fantasmas familiares.

El racismo, el colonialismo y el desarraigo son tres temas que me apasionan.

Y su combinación magistral en manos de Lobo Antunes deja con la boca abierta.

Al menos a mí.

Imagen tomada de El País, cuando Lobo anunció, en 2007, que sufría cáncer