lunes, 26 de enero de 2015

domingo, 18 de enero de 2015

En Pamplona Negra

Atención, familia, cuadrilla, colegas del curro, Peña Anaitasuna, compis del cole y público de la Tribuna Sur del Sadar en general, estas son las fechas y horarios de mis intervenciones en Pamplona Negra, que arranca mañana lunes:

  • Miércoles 21 de enero, a las 18.00 horas, presentaré la conferencia de Lorenzo Silva No es país para héroes, ¿o sí? (un puntazo esto de reunir en el mismo escenario al Premio Planeta 2012 y al Premio López Torrijos 2011).


Pues eso, que espero veros por ahí, en la Sala de Cámara del Baluarte.

Es gratis.

 

jueves, 15 de enero de 2015

Pamplona Negra... 2015

No ha empezado aún y ya estoy pensando en la de 2016. Las ganas de que Pamplona contara con un festival literario de esta magnitud me pueden y, haber sido testigo de la gestación y, en plan comadrona, estar a punto de asistir al parto, hacen que no deje de pensar en que semejante tinglado resulte un éxito y esta sea la primera de muchas, muchas ediciones.

El mimo y el tesón que le ha echado Carlos Bassas, que se las apañado para encontrar aliados en Baluarte y la Filmoteca de Navarra, merecen que le hagamos la ola.

Ha conseguido reunir entre las paredes de granito de Zimbabwe del Baluarte a un grupo de criminales literarios y cinéfilos de primera.

Para mí va a ser la leche presentar la conferencia de Lorenzo Silva del miércoles 21; participar en la mesa redonda del 22 con el propio Carlos, Alejandro Pedregosa, Jon Arretxe y Javier Abasolo; conocer, por fin, a Paco Gómez Escribano, Víctor del Árbol, Alexis Ravelo, J.R. Biedma y tantos otros; ver pelis como La caja 507, la rescatada Distrito Quinto o Muertos comunes; asistir a las reproducciones de un par de escenas del crimen (uno de los puntazos del programa) y todo todito a cinco minutos de la Estafeta.

Vamos, que esta Iruña Beltza va a ser la hostia.

Ojalá sea un éxito y nos volvamos a ver, con más gente aún, en 2016.

Enhorabuena, Carlos Bassas.

Programa completo, del 19 al 23 de enero, aquí.

 

viernes, 12 de diciembre de 2014

Piensa que la alambrada solo es un trozo de metal

Ayer fui a Muskiz, Bizkaia, al acto de entrega del Osmundo Bilbao Garamendi, el certamen de que viene organizando, desde hace ocho años, la Asociación Alez Ale. Es este, sin duda, uno de los certámenes de narrativa solidaria más prestigiosos de la península y ayer pude comprobar la razón. La sencillez, la humildad y la reivindicación social casan muy bien con la literatura y ayer pasé una tarde inolvidable.

Enhorabuena al resto de ganadores y ganadoras, que podéis leer aquí, y quiero mostrar mi agradecimiento a Almudena, Alberto Bargos, la familia de Osmundo y a todo ese grupo humano, tan humano, que tuve el gusto de conocer ayer.

Por último, aquí os dejo mi relato, que el jurado tuvo la inconsciencia de proclamar ganador.



Piensa que la alambrada solo es un trozo de metal


Me lo soltó de sopetón. Ya conocéis a mi hija, ya sabéis cómo es. Y, aunque no se lo llegué a confesar, me llenó de alegría, de orgullo, de dicha, nunca hubiera podido imaginar que, a estas alturas de la vida, algo me hiciera tan feliz. Y es gracias a ella que estamos hoy aquí, en el aeropuerto, esperando que el vuelo de Tinduf llegue puntual, a bordo la niña que va a pasar el verano con nosotras.

           Mouna.

           Once años.

           Muy buenas notas.

           Y guapa, muy guapa, según las fotos.

           Hay otras familias, periodistas, pancartas, juguetes. En todos los rostros, la misma ilusión, ya sea la primera vez, como nos pasa a nosotras, ya estén esperando volver a abrazar a una de esas criaturas que tanto se hacen querer, a quien tanto echan de menos durante el año.

           Mi hija me toma la mano, la aprieta más bien, me sonríe, tan nerviosa como yo, un peluche bajo el brazo y un montón de miedos y sueños confundidos en el alma. Cuando la puerta de llegadas se abre y aparecen tras el cristal esas caras infantiles sonrientes, ella libera mi mano y yo mi memoria.

           El Aaiún, 1970.

           Veinteañera, enfermera del ejército de tierra, llena de espíritu de aventura, vaya rebote se cogieron en casa cuando elegí destino. Conocer mundo, un sueldo mucho mejor, ayudar a gente necesitada... No, no, ninguno de mis argumentos les sirvió, mi padre que ni siquiera me dijo adiós cuando cogí el tren, mi padre, todo un coronel de infantería, que se echó a llorar el primer domingo que les llamé desde el Sahara, pobrecito mío, mi niña, mi niña, no dejaba de repetir, la voz ahogada por sus sollozos.

           Y por los míos.

           Éramos pocas y no había muchas cosas que hacer en nuestro tiempo libre; eso sí, hombres no faltaban, soldados, legionarios, policía territorial, funcionarios de la administración, maestros y hasta algún cura, para la población europea, claro está. Uniformes, uniformes, uniformes. Chicos jóvenes, muchos en contra de su voluntad, sobre todo aquellos a los que les había tocado hacer la mili en el Sahara.

           Si tenías el sábado libre, no era raro pasarlo en la piscina del Parador Nacional, vagar luego por el Zoco Nuevo o la plaza de España, ver en el cine Las Dunas a Jane Fonda besando a Robert Redford en Descalzos por el parque o bailar un poco, castamente, en el Casino de Oficiales o en el guateque que organizase en su casa alguno de los médicos del cuartel, minifaldas, patillas, Si yo tuviera una escoba y Con un sorbito de champán. Y si te tocaba estar de guardia —bien para darle un par de aspirinas a algún recluta con insolación, bien para enyesarle el brazo roto después de un partido de fútbol—, siempre podías matar el tiempo viendo a Joaquín Prat y Laurita Valenzuela en la tele en blanco y negro de la sala de enfermeras.

           Aquel miércoles no tenía por qué ser diferente.

           Hasta que empezaron a llegar; cabezas abiertas a porrazos, ataques de pánico, intoxicaciones por botes de humo, fracturas, alguna herida de bala.

           —Los saharauis han montado una bien gorda, han apedreado a los antidisturbios en Zemla. Luego ha llegado la Legión y los han disuelto a tiros —me confesó Virginia, que tenía un novio en la policía territorial—. Pero yo no te he dicho nada, no te he dicho nada, que no quiero líos.

           Cuatro murieron en quirófano.

           Cuando acabó mi turno, y pese a que las calles de El Aaiún estaban tomadas por los militares, me acerqué a los barrios nativos, Land Rovers en las esquinas, jaimas arrasadas, legionarios armados y nerviosos, megáfonos anunciando el toque de queda.

           En cada bocacalle la alambrada de espino cercaba a la población saharaui, que quedó recluida en sus barrios de chabolas y adobe, como si quisiéramos dejarla encerrada en un gueto, algún viejo con chilaba mirándome desde el otro lado, sorprendido, incrédulo.

           Llegaron las investigaciones, policiales, militares, judiciales.

           Vinieron los periodistas.

           Y la tele.

           Pero las órdenes de la superioridad y nuestro juramento fueron tajantes, no sabíamos nada, no habíamos visto nada.

           Ese miércoles sangriento nunca existió.

           No supe saltar la alambrada.

           Desde entonces, no he dejado de sentirme culpable ni un día, por mi silencio, por mi cobardía, por mi actitud cómplice con aquellos asesinatos, remordimientos que se multiplicaron cuando les abandonamos a su suerte en 1976.

           La niña abraza con timidez a mi hija y luego se dirige a mí:


           —Y toma, este regalo es para ti.

           —¿Por qué, Mouna? 

           —Porque vas a ser mi abuela de verano; para siempre, ¿verdad?

           La beso.

           Esta niña saharaui, en dos minutos, me ha liberado, me ha reconciliado conmigo misma. Sus ojos y su sonrisa han perdonado mi silencio y mi pecado de cuarenta años; ella me ha redimido, me ha salvado.

           Ella.

           Ella sí ha sabido saltar la alambrada.

           Y nunca se lo agradeceré suficiente.


 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Una decisión peligrosa, de José Javier Abasolo

Pese al intento de conquista en 1512 por parte de Fernando el Católico (también conocido como el Falsario), en 1940 el Reino de Navarra sigue siendo un estado independiente a ambas faldas de los Pirineos.

Con esta premisa tan sugerente, José Javier Abasolo construye una ucronía (lo que los británicos llaman whatif) en su última novela, Una decisión peligrosa.

Nuestro viejo reino, encajonado entre la España franquista y la Francia ocupada por los nazis, mantiene una difícil neutralidad ante el conflicto europeo y el rey Teobaldo IV es la cabeza de la Iglesia Reformada de Navarra, una Navarra donde el protestantismo es la religión predominante, judíos y católicos son minoría y el Athletic Club ha ganado ocho ligas consecutivas (el autor no nos aclara si en su plantilla figuran jugadores franceses y riojanos).

A partir del asesinato del arzobispo católico de Pamplona y cardenal primado de Navarra, Abasolo construye un thriller político y de espionaje, en el que Iruñea es un hervidero de agentes secretos que tratan de arrastrar al pequeño estado pirenaico a sus respectivos bandos en guerra.

Pero, ante todo, y como cabía esperar, Abasolo ofrece una nueva lección de literatura policíaca, con personajes sólidos pero contradictorios (espectacular el comisario Da Silva) y una trama envolvente y de final, cómo no, inesperado; todo ello, como decimos, en un escenario histórico tan sugerente como atractivo que el autor maneja con solvencia para dibujar paralelismos con ciertas situaciones dramáticas sufridas en nuestra tierra.

La única duda que me queda, desasosegante, es la de cómo nos apañaríamos los pamploneses protestantes para honrar a San Fermín.

Que, por cierto, ya falta menos.

 

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Ganador del VIII Osmundo Bilbao Garamendi

Osmundo Bilbao Garamendi fue un misionero comboniano, nacido en 1944 y asesinado en Uganda, en 1982. Su biografía despide un profundo amor por África y su gente. En honor a él se convoca cada año, en Muskiz, su localidad natal, uno de los más prestigiosos premios de narrativa solidaria de la Península.

Tras haber conseguido el accésit en 2011, este año he tenido la fortuna de ganarlo con un cuento saharaui titulado Piensa que la alambrada solo es un trozo de metal. Uno mi nombre así al de autores que lo ganaron en su día y que admiro profundamente, como Javier Díez Carmona.

Como podréis suponer, estoy más contento que unas pascuas.

Y muy agradecido.


Imágenes tomadas de http://mareometro.blogspot.com.es/



martes, 18 de noviembre de 2014

Mientras duermen los murciélagos, de Emilio Aragón Bermúdez

El aniversario de la muerte de Miliki puede ser, sin duda, una buena ocasión para recordar la faceta artística menos conocida de este payaso que tantas sonrisas y carcajadas nos regaló en nuestra infancia.

Porque Emilio Aragón Bermúdez fue, también, novelista.

Estos días he estado leyendo Mientras duermen los murciélagos, su última novela, en la que describe las peripecias de un grupo de veteranos artistas circenses que quieren huir del Berlín bombardeado por rusos, americanos y británicos en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.

Con una amplia galería de personajes, de la que se desprende el profundo conocimiento y amor del autor por el circo, construye una historia tierna y al mismo tiempo dramática en la predomina, sobre todo, la calidad y agilidad de sus diálogos.

Así pues, como digo, hoy es un estupendo día para recordar a este hombre bueno.

Por cierto, con Miliki es inevitable emocionarse, como en su día lo hizo Cristina Villanueva, al repasar su vida y su inconfundible voz

 

viernes, 14 de noviembre de 2014

III Potes y Libros, con Aitor Iragi

El próximo jueves 20 de noviembre, a las 8 de la tarde, en la Peña Anaitasuna (calle San Francisco, 14), echaremos potes y hablaremos de A las 10 en el Diez.

No os lo perdáis, que ya sabéis que Aitor Iragi siempre da espectáculo.


Un grupo de jóvenes pamploneses sigue su rutina en la Pamplona de 1990 cuando se ven involucrados, sin saberlo, en una operación de búsqueda de un antiguo tesoro por parte de un grupo creado con la intención de dominar Navarra para siempre. Una enigmática historia que se remonta a varios siglos atrás en plena conquista del reino de Navarra allá por 1512. Una novela que mezcla la propia historia del reino, con élites de poder navarras y el meneo social de finales de los ochenta y principios de los noventa en la vieja Iruñea.

 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Novelas navarras con premio

A nadie se le escapa que en los últimos tiempos la narrativa navarra está en auge. Se escribe más, se publica más y se lee más. Y, a veces, con un poco de suerte, se abre un hueco en escaparates y medios de comunicación.

No es mal momento, pues, para recordar qué novelas navarras han sido premiadas en lo que va de siglo XXI.

  • Juguetes sin recoger, de Ignacio Lloret. Premio a la Creación Literaria del Gobierno de Navarra 2001.
  • El Centinela de Piedra, de Álvaro Osés Arbizu. Premio Desnivel 2003.
  • Sombras lentas que caen, de Eduardo Iriarte. Premio Gabriel Sijé 2004.
  • Atrapados en el paraíso, de Patxi Irurzun. Premio a la Creación Literaria del Gobierno de Navarra 2004.
  • Insomnio, de Fernando Luis Chivite. Premio Café Gijón 2006.
  • El fuego de la tierra, de Pedro Lozano Bartolozzi. Premio a la Creación Literaria del Gobierno de Navarra 2007.
  • Lo que el aire mueve, de Manuel Hidalgo. Premio Ciudad de Logroño 2007.
  • Más allá de la fragua, de Eduardo Iriarte. Premio Francisco Umbral 2007.
  • Antzararen bidea, de Jokin Muñoz. Premio Nacional de la Crítica 2008.
  • La línea Plimsoll, de Juan Gracia Armendáriz. Premio Tiflos 2008.
  • Rojo alma, negro sombra, de Ismael Martínez Biurrun. Premio Celsius 2009.
  • Las huellas erradas, de Eduardo Iriarte. Premio Ciudad de Logroño 2009.
  • La mala estrella, de Agustín Tejada Navas. Premio Ciudad de Almería 2009.
  • Beautiful Rhodesia, de Carlos Erice Azanza. Premio López Torrijos 2011.
  • Mujer abrazada a un cuervo, de Ismael Martínez Biurrun. Premio Celsius 2011.
  • El jurado número 10, de Reyes Calderón. Premio Abogados 2013.
  • Lo que la nieve esconde, de Jokin Azketa. Premio Desnivel 2013.
  • El honor es una mortaja, de Carlos Bassas. Premio Ciudad de Carmona 2013.
  • Garatea, de Koldo Azkune. Premio a la Creación Literaria del Gobierno de Navarra 2014.
  • La Marquesa, de José Manuel Cenzano. Premio Ciudad de Almería 2015.
  • Los niños bomba, de Bea Cantero. Premio Café 1916 2015.
  • Dispara a la luna, de Reyes Calderón. Premio Azorín 2016.
  • Fantasías absurdas, de Idoia Saralegui. Premio de la Asociación de Escritores de Romántica 2016.
  • Siempre pagan los mismos, de Carlos Bassas. Premio Tormo Negro 2016.
  • Todo esto te daré, de Dolores Redondo. Premio Planeta 2016.
  • Ehiztariaren isilaldia, de Luis Garde. Premio Euskadi de Literatura 2016.
  • El sueño eterno de Kianda, de Borja Monreal Gainza. Premio Benito Pérez Armas 2016.
  • Justo, de Carlos Bassas. Premio Hammett 2018.

Como seguro que me estoy dejando alguna, avisadme y actualizo la lista.

Carlos Bassas, en Carmona

 

jueves, 30 de octubre de 2014

El Pasadizo

El Pasadizo me hizo ganar, en 2010, el MostrARTEnavarra. Fue el primer premio que me traía a casa, después del tercer puesto que obtuve, en el mismo certamen, un año antes. Desde entonces, de vez en cuando, algunos jurados han seguido alimentando mi vanidad.


El Pasadizo
 
Todavía recuerdo sin la menor dificultad aquella primera mañana. El mismo traje de chaqueta de Zara que compré para la entrevista, los mismos zapatos vainilla y el mismo rímel para las pestañas. El mismo 205 oxidado con la L colgando en la luna trasera y el tubo de escape pedorreteando por la A-15, rumbo a Olite. Y las mismas ganas y los mismos nervios.
Por fin. Mi primer día de curro. La cabeza llena de pájaros. Y de ilusiones. Monísima. Igualita igualita que el día de la entrevista. Medio año de prácticas por delante. Recursos Humanos. En una bodega. Becaria. Cuatro perras. Otoño e invierno. Nóminas. Contratos. Finiquitos. Impresos para los seguros sociales. TC1. TC2. Confiar en que, cuando no tengas ni puñetera idea, alguien te enseñe. Igual que en el insti. Aunque aquí las cagadas se paguen, no como en el insti. Y venga, chica, arranca ya para Pamplona, no vaya a ser que nos cierren la oficina, presentemos los papeles fuera de plazo y dejemos a toda esta gente con el culo al aire.
Responsabilidades.
Futuro.
Adulta.
Pero aquel primer día todo resultó muy diferente a lo que yo imaginaba.
Todo.
Y, además, se me arruinaron los zapatos vainilla.
Alicia, la directora del departamento, mi ya jefa, me recibió en vaqueros. Dos semanas antes, en la entrevista, parecía una mujer mucho más sofisticada. Una ejecutiva de ésas, de las maduras y modernas. Jefa de Recursos Humanos. En una bodega de prestigio. Mujer elegante. Profesional excelente. Triunfadora.
Pero no. Aquella mañana no. En mi primera mañana no. Sin maquillar. Vaqueros, botas de monte, jersey de cuello alto y la melena recogida en una coleta. Y lo peor fue cuando vi pasar, fugazmente, al gerente. ¡Él también iba con tejanos y camiseta! ¡Con su calva y su barriga! ¡Patético!
—Ay, querida —se disculpó entre divertida, despreocupada y apesadumbrada—, olvidé decirte que, en época de vendimia, es tradición que todos los jueves salgamos por la mañana a recorrer los viñedos. ¡Tendría que haberte avisado para que vinieras con ropa cómoda! ¡Perdóname!
Y así fue cómo mi único pantalón decente, mis únicos zapatos decentes y todo mi supuesto aplomo de novata sabihonda acabaron perdidos de barro. Gracias al cielo, gris en aquella mañana lluviosa de septiembre, mi jefa me acompañó en todo momento. Como queriendo compensar su despiste, como lamentando que se me estropeara aquel aspecto impecable con el que proclamaba ingenua mis intenciones de comerme el mundo en mi debut laboral.
—A los dueños les gusta que todas las personas que trabajamos aquí mantengamos contacto con la tierra. Dicen que si no la sentimos, si no la pisamos, si no la recorremos, si no la olemos, nunca seremos capaces de amarla y mucho menos de apreciar el vino que nos da. A mí eso me parece una chorrada solemne, qué quieres que te diga, pero es una buena ocasión para pasear fuera de la oficina, tomar el aire y conocernos un poquito mejor. ¿No te parece? ¡Además los dueños son los que pagan! ¡A mandar!
Dejamos atrás nuestras oficinas, nuestras naves y nuestros depósitos. Y más atrás aún la carretera, la urbanización y las torres del castillo. Ella me acompañó atenta entre las hileras de viñas, dispuesta a sostenerme si resbalaba. El suelo húmedo aparecía sembrado de racimos que habían caído enteros y maduros. La tierra mojada inundaba mi nariz, mezclada con aroma de sarmiento, de uva y de cierzo fresco. Pese al barro que me engullía hasta casi la rodilla, disfruté de la compañía de Alicia y de sus primeros consejos en mi puesto de trabajo.
Entre las cepas, con la cerviz gacha, temporeros y temporeras de Marruecos, Ucrania, Ecuador, Senegal, Colombia, Argelia o Rumanía se afanaban en el corte. Con habilidad paciente despojaban a las vides de los racimos de fruto que luego secaban con mimo y un trapito antes de arrojarlos en los grandes cestos de mimbre o goma. Los granos mojados podían perjudicar la calidad del resto de la uva.
Alicia fue capaz de saludar a casi todo el personal por su nombre de pila. Otra buena enseñanza sobre cómo dirigir un departamento de recursos humanos. Hola Miguel. Hola Baschir. Hola Oksana. Hola Fernando. Hola María. Hola Nicolae. Hola Vladimir.
Hola Saleha.
Hola, doña Alicia, contestó en medio de una sonrisa sin dientes una mujer de cara arrugada, atrozmente doblada bajo el cesto repleto que transportaba hasta el remolque donde otros trabajadores descargaban sus capazos.
Impactada por la escena, no pude evitar preguntar:
—¿Es normal que una mujer tan mayor cargue con semejante peso?
Así conocí la historia de Saleha, nuestra Saleha.
Nador.
Cualquier mañana de uno de los muchos meses del año que no pasa vendimiando en Olite.
No son las cinco todavía. Ella espera a pie de carretera, cerca de su casa de muros de adobe y techos de plástico y uralita. Destemplada. Tiritona. Su primo la recoge con un Mercedes desvencijado. Y en su ruta hacia Beni Enzar, en la frontera con Melilla, otras personas montarán. Y formarán una caravana con otros coches de otras carreteras. De otros pueblos. Repletos de pasajeros, también. Mujeres en su mayoría, también. Han de estar ahí antes de las seis. El Mediterráneo apenas empieza a vestirse de naranja en el horizonte. Todos hacen cola frente al puesto fronterizo. En un momento indeterminado, alrededor de las nueve, el gendarme abre perezoso la verja, la masa cruza ordenadamente la tierra de nadie y hace cola otra vez.
La Guardia Civil.
¡Orden! Pasaportes. Abra ese paquete. Adelante. Despacio. Alto. ¡Sin empujarse, mecagoendiós!
Así cada mañana. Cientos de personas. A veces miles. Caminata polvorienta. Pinos. Bajeras con letreros. Se alquila. Eucaliptos. Bares abiertos, olor a café y bollos y ni un euro en los bolsillos. Europa en África.
Cuando se acercan a la explanada aparecen varias camionetas blancas. Los más rápidos echan a correr hacia ellas, sin siquiera esperar a que se detengan. Abren las puertas y buscan los fardos más grandes, los más pesados. Se paga por kilos, nunca más de seis euros el bulto. Ropa usada, papel higiénico, galletas, compresas, macarrones, toallas. Las mujeres, más lentas, aún habrán de caminar casi un kilómetro por senderos de tierra, polvo o barro, hasta las naves industriales en las que los contrabandistas españoles almacenan su mercancía.
Y lejos, tan lejos que ni se ven, la ciudad modernista, con la Casa Tortosa, el edificio La Reconquista o la Casa Melul, la Mezquita del Toreo, el puerto deportivo, la playa del Hipódromo, la iglesia de la Purísima Concepción y el cuartel de Regulares. Y cerca, tan cerca que se huelen, el vertedero y las chabolas de subsaharianos y paquistaníes.
Saleha emprende el camino de vuelta hacia Marruecos. Sesenta kilos crujen sus vértebras. Hay quien es capaz de transportar cien. Sudor y lamentos. Plegarias musitadas. Pies a rastras. El cuello ligeramente incorporado. La frente alta bajo el hiyab. Pasos muy breves.
Las motos y los coches esquivan en los pasos de peatones a los porteadores que apenas pueden ver dónde pisan. Se tambalean. Es el Barrio Chino. Por fin llegan a la jaula, al torno que gira y gira para darles paso desde el lado español.
A partir de ahí unas docenas de metros entre paredes de ladrillo coronadas por alambre de espino. Un horno en verano. Una nevera en invierno. Una ratonera siempre. Nada que beber y menos si es Ramadán. Apenas hay espacio suficiente para una de estas filas de mulas humanas.
Es el Pasadizo.
En el lado marroquí, el gendarme cobra su rasca, su mordida. Unos céntimos por cada fardo. Son las tasas que gravan la importación de mercancías.
Eso es lo que les explica, y sonríe.
Didáctico.
Cínico.
Cabrón.
Ya de nuevo en Beni Enzar, Saleha busca a su primo, el del Mercedes. Le ve hablar con otro hombre tan malencarado como él. A duras penas se desprende del bulto, que suelta a sus pies, aliviada. Intenta enderezar la espalda. Duele. Duele mucho. Muchísimo. Esconde un billete de cinco euros en un saquito de arpillera que oculta entre lo que queda de sus pechos flacos y resecos y vuelve a la frontera a la carrera, intentando evitar que los pies cansados se le enreden en la chilaba. Si tiene suerte, conseguirá un segundo paquete. Otra vez sesenta o más kilos de ropa usada, papel higiénico, galletas, compresas, macarrones, toallas. O un par de neumáticos viejos y desgastados. Como ella.
Si tiene suerte.
Por eso apenas necesito unos segundos para comprender que casi no le cueste esfuerzo cargar con los cestos llenos de uva y esperanza y volcarlos con tanta facilidad en el remolque.
Hola, doña Alicia, sonríe al pasar de nuevo.
Mi jefa me explica:
—¿Sabes? Cada año Saleha se lleva dos botellas de vino joven, etiquetadas, a su casa de Nador. Dice que su marido las guarda en una repisa, sobre la cocina de leña. Son musulmanes. No se las beberán. Pero las conserva con celo y orgullo, porque son los trofeos de su mujer, sus propias Copas de Europa, las que se gana cada septiembre cuando viene a trabajar aquí. Año a año, capazo a capazo, arrancadas a la tierra. A esta tierra, a la que pisas, a la que debemos aprender a sentir, a la que debemos aprender a amar, como quieren los dueños.

 

Ha pasado el tiempo desde aquel paseo matinal que arruinó mis zapatos vainilla y los bajos de mi único pantalón decente.
Las vendimias se han sucedido.
Una tras otra.
La becaria superó su trauma del primer día.
Demostré no tener un pelo de tonta y aprendí mucho de nóminas, contratos, permisos de trabajo y seguros sociales.
Y de vino.
Con mis primeras cuatro perras fui otra vez a Zara y me compré traje y zapatos nuevos. Ya no se llevaba el color vainilla.
Terminadas las prácticas, pasé a formar parte de la plantilla de la bodega. 
Y, con mis primeras canas teñidas, llegué a gerente.
Saleha ya había dejado de venir a Olite al final de cada verano.
Pero yo copié su vieja costumbre. Cada Navidad, nunca me olvido de enviar una caja de doce botellas a mis abuelos en Bulgaria.
Para que las compartan.
Con mis tíos y mis primos.
Y para que se acuerden de los parientes que hace ya tanto tuvimos que instalarnos en esta tierra.