En 2009 me presenté al MostrARTEnavarra, un concurso nuevo, promovido por Cruz Roja, que pretendía reflejar la nueva realidad navarra en el entorno laboral. Fue mi primera incursión en esta literatura de la diversidad que suelo practicar y no me fue mal. Quedé tercero. Por aquel entonces el París 365 andaba por la calle Jarauta. Hoy están en la calle San Lorenzo.
365
Aquella noche llegué un poquito más tarde.
Me extrañaron su silla vacía y un ramillete de flores modestas en una de nuestras jarras de agua colocada frente a su ausencia.
No se oían voces ni risas; sólo el entrechocar de platos y cubiertos.
Hola, soy Itziar. Al acabar el verano, una se plantea un montón de objetivos y actividades. Se hace muy duro olvidar la bendita rutina de sol, piscina matutina y vinos vespertinos. No es fácil la transición, de ahí que mucha gente opte por ocupar, también en otoño, esas horas previas a la cena: cursos de inglés, de francés, de pintura, manualidades, cocina o internet. Y el spinning, claro.
Durante un paseo por el parque que oxigena mi apartamento reflexioné sobre ello. Estaba segura de que podía dedicar mi tiempo libre a algo más fructífero que la incineración de calorías. Me resistía a convertirme en una más de los muchos y muchas que corren a apuntarse a los gimnasios a primeros de septiembre. Afortunadamente nunca he dejado que mi autoestima decline en función de un posible exceso de kilos. Pero ahí tienes a los amigos, que te recomiendan el deporte, no por estética, claro, sino por salud, como ellos dicen: ayuda en la lucha contra el estrés, te mantiene en forma, reporta satisfacción, duermes mejor y, por qué no, te sientes más guapa. Ya he seguido ese consejo en muchos otros comienzos de trimestre: al empezar el otoño, después de Navidad o antes de llegar el verano. Y siempre he terminado considerándolo una pérdida de tiempo. Y de dinero, por supuesto. Pero también, siempre, he reincidido. Hasta este pasado septiembre.
Martina, mi compañera argentina de la oficina, fue la que me engañó. Te invito a una cerveza y charlamos, me dijo. Qué arpía. Paseamos por la parte vieja de la ciudad y entramos a una tasca, que no visitaba hacía años, en la que disfruté mis primeras cogorzas de adolescente. Y mis primeros besos.
El bar estaba cambiado, modernizado, pero no operado. Operados son, para mí, esos viejos bares que se ven sometidos a tal reforma quirúrgica que no resultan ya reconocibles ni integrados en su entorno. Aceros inoxidables, luces de neón o discotequeras, muebles de diseño incómodo que no encajan en los cascos históricos de las ciudades; pero muchos continúan siendo reconstruidos con esa irrespetuosa manía por lo anacrónico. Tiene delito. En éste, en cambio, habían sabido mantener el estilo y el sabor. Fueron sustituidas las maderas podridas, y pintadas las paredes manchadas por el humo y el tiempo. Olía a nuevo y presentaba una decoración sencilla de inspiración universal: máscaras africanas, tejidos amerindios y geometría árabe se mezclaban con fotografías en blanco y negro de mi ciudad.
El chico de la barra sirvió dos cervezas, con torpeza y exceso de espuma.
—Soy Javi —se presentó—; poner cañas no es lo que mejor se me dé.
Pues si un camarero no sabe..., pensé.
—Javi se encarga de orientar y gestionar ayudas económicas para nuestros usuarios —Martina aclaró divertida—. Es trabajador social.
El chico se secó las manos con el trapo que colgaba del hombro y me ofreció la derecha por encima de la barra.
—¿Usuarios? —pregunté extrañada.
Martina me sonrió. Teatrera, sorbió lentamente la cerveza.
—Pues sí; hemos convertido tu viejo garito en un comedor social. Damos desayunos, comidas y cenas a personas sin recursos. Los trescientos sesenta y cinco días del año.
—Y hacemos muchas más cosas... —intervino Javi abriendo los brazos como si quisiera abarcar el mundo entero.
Martina me guió hacia el comedor. Un hombre algo encorvado, de pelo blanco pero espíritu aún brioso, colocaba platos y cubiertos en las mesas. Más tarde averigüé que se trataba de un fontanero jubilado que había reparado todas las cañerías del local y que por las noches colaboraba sirviendo las cenas.
En la cocina una pareja se afanaba pelando patatas y empanando pechugas de pollo. Mikel, abogado, pasaba dos tardes a la semana en el comedor asesorando a inmigrantes en situación ilegal en el proceso de obtención de su regularización. Me guiñó un ojo para saludarme, pues tenía las manos embadurnadas de harina, huevo y pan rallado. Junto a él, Aritz; era médico y visitaba regularmente a algunos ancianos del barrio que ya no podían acudir al comedor. Les llevaba comida caliente y vigilaba su salud y su soledad.
—Y tú, ¿qué labor haces aquí? —pregunté a Martina.
—Evalúo las solicitudes que recibimos, chica. Hay que mirar su renta, si trabajan o están en paro. Cuánto pagan de alquiler, si tienen familia... Cada vez son más. Y necesito ayuda.
Así fue como cambié el gimnasio por el comedor solidario. Bien fácil.
A la noche siguiente, María, la dietista encargada de elaborar los menús, me explicaba cómo atender la barra y dónde estaba cada cosa. Mientras charlábamos fueron llegando los usuarios habituales de la cena. Ancianos empobrecidos por sus míseras pensiones, subsaharianos que malvivían de la venta ambulante, gitanos que cada noche se tragaban el orgullo, ecuatorianos despedidos de sus trabajos, mujeres en paro acompañadas por sus niños impecablemente lavados y peinados... María saludó a cada comensal por su nombre mientras se iban sentando en sus lugares de costumbre. Del comedor surgía una cháchara agradable mientras yo preparaba jarras de agua y abría algunas botellas de vino. Martina ya me había advertido que muchas de aquellas personas no sólo buscaban alimento físico, sino más bien un lugar cálido y amigable donde reunirse, relacionarse y volver a sentirse seres humanos. Alimentaban su alma.
Noche a noche, yo también los fui conociendo. Saïd, que no podía comer cerdo; Carmen, con sus hijos Nicolás, Sara y Alex; dos chicos de Zimbabwe, Robert y Joshua, de los que nunca conseguí pronunciar bien el apellido (ellos tampoco el mío); Mario, ex-presidiario, ex-drogadicto y encargado de recoger los alimentos que nos donaban los bares, comercios y sociedades gastronómicas de los alrededores. Así hasta cuarenta personas. Pero los que mayor ternura me inspiraban eran Sagrario, una mujer con su escaso pelo blanco escrupulosamente peinado, vestida con sencillez y limpieza, que te miraba con dignidad envuelta en cariño, mientras arrastraba penosamente los pies. Siempre llegaba apoyada en el brazo robusto de Wilson, su vecino colombiano, albañil en paro, quien la hacía reír constantemente, piropeándola como sólo sabe hacerlo un cartagenero. Compartían una mesa para dos. Eran, sin duda, una de las parejas más curiosas y ruidosas de las que caían por allá. Y contagiaban su alegría en un lugar realmente necesitado de ella.
Así pasó el otoño. Mis brazos no necesitaron tonificarse en el gimnasio, pues cinco tardes a la semana atendía el comedor en el horario de cena y acarreando cajas y bandejas una se pone muy pero que muy en forma. Y otros dos días solía ayudar a mi amiga Martina a analizar las solicitudes que recibíamos. También llevábamos la contabilidad del proyecto. Confiaban en nuestra capacidad con los números; claro, éramos las del banco.
Y celebramos la Navidad. Mis padres no entendieron que no pasara con ellos la Nochebuena ni la Nochevieja. Pero mi sitio estaba allí, con la zambomba, el turrón, los confetis y el cava barato.
La noche que llegué tarde el silencio me sorprendió. No había voces; sólo, como he dicho, el ruido de la vajilla y las noticias, muy bajitas, en el televisor. La mesa de Wilson y Sagrario estaba vacía.
Pobre mujer, era tan mayor... La echaremos en falta, pensé mientras observaba las flores sobre la mesa desocupada. Sin duda las habría traído Wilson, su eterno compañero.
Las caras de mis colegas transmitían tristeza y melancolía. Intenté sobreponerme y me puse el delantal. En ese momento entró Sagrario, con su alegría escondida. Arrastraba los pies más de lo normal, del brazo de Javi, nuestro trabajador social, que me habló con ojos enrojecidos:
—Wilson. Se ha caído de un andamio. Había empezado a trabajar. Sin papeles.
Dedicado a las chicas y chicos del París 365
Jarauta 87
31001 Pamplona-Iruña
Échales un vistazo y un cable en http://paris365.blogspot.com/
365
Aquella noche llegué un poquito más tarde.
Me extrañaron su silla vacía y un ramillete de flores modestas en una de nuestras jarras de agua colocada frente a su ausencia.
No se oían voces ni risas; sólo el entrechocar de platos y cubiertos.
Hola, soy Itziar. Al acabar el verano, una se plantea un montón de objetivos y actividades. Se hace muy duro olvidar la bendita rutina de sol, piscina matutina y vinos vespertinos. No es fácil la transición, de ahí que mucha gente opte por ocupar, también en otoño, esas horas previas a la cena: cursos de inglés, de francés, de pintura, manualidades, cocina o internet. Y el spinning, claro.
Durante un paseo por el parque que oxigena mi apartamento reflexioné sobre ello. Estaba segura de que podía dedicar mi tiempo libre a algo más fructífero que la incineración de calorías. Me resistía a convertirme en una más de los muchos y muchas que corren a apuntarse a los gimnasios a primeros de septiembre. Afortunadamente nunca he dejado que mi autoestima decline en función de un posible exceso de kilos. Pero ahí tienes a los amigos, que te recomiendan el deporte, no por estética, claro, sino por salud, como ellos dicen: ayuda en la lucha contra el estrés, te mantiene en forma, reporta satisfacción, duermes mejor y, por qué no, te sientes más guapa. Ya he seguido ese consejo en muchos otros comienzos de trimestre: al empezar el otoño, después de Navidad o antes de llegar el verano. Y siempre he terminado considerándolo una pérdida de tiempo. Y de dinero, por supuesto. Pero también, siempre, he reincidido. Hasta este pasado septiembre.
Martina, mi compañera argentina de la oficina, fue la que me engañó. Te invito a una cerveza y charlamos, me dijo. Qué arpía. Paseamos por la parte vieja de la ciudad y entramos a una tasca, que no visitaba hacía años, en la que disfruté mis primeras cogorzas de adolescente. Y mis primeros besos.
El bar estaba cambiado, modernizado, pero no operado. Operados son, para mí, esos viejos bares que se ven sometidos a tal reforma quirúrgica que no resultan ya reconocibles ni integrados en su entorno. Aceros inoxidables, luces de neón o discotequeras, muebles de diseño incómodo que no encajan en los cascos históricos de las ciudades; pero muchos continúan siendo reconstruidos con esa irrespetuosa manía por lo anacrónico. Tiene delito. En éste, en cambio, habían sabido mantener el estilo y el sabor. Fueron sustituidas las maderas podridas, y pintadas las paredes manchadas por el humo y el tiempo. Olía a nuevo y presentaba una decoración sencilla de inspiración universal: máscaras africanas, tejidos amerindios y geometría árabe se mezclaban con fotografías en blanco y negro de mi ciudad.
El chico de la barra sirvió dos cervezas, con torpeza y exceso de espuma.
—Soy Javi —se presentó—; poner cañas no es lo que mejor se me dé.
Pues si un camarero no sabe..., pensé.
—Javi se encarga de orientar y gestionar ayudas económicas para nuestros usuarios —Martina aclaró divertida—. Es trabajador social.
El chico se secó las manos con el trapo que colgaba del hombro y me ofreció la derecha por encima de la barra.
—¿Usuarios? —pregunté extrañada.
Martina me sonrió. Teatrera, sorbió lentamente la cerveza.
—Pues sí; hemos convertido tu viejo garito en un comedor social. Damos desayunos, comidas y cenas a personas sin recursos. Los trescientos sesenta y cinco días del año.
—Y hacemos muchas más cosas... —intervino Javi abriendo los brazos como si quisiera abarcar el mundo entero.
Martina me guió hacia el comedor. Un hombre algo encorvado, de pelo blanco pero espíritu aún brioso, colocaba platos y cubiertos en las mesas. Más tarde averigüé que se trataba de un fontanero jubilado que había reparado todas las cañerías del local y que por las noches colaboraba sirviendo las cenas.
En la cocina una pareja se afanaba pelando patatas y empanando pechugas de pollo. Mikel, abogado, pasaba dos tardes a la semana en el comedor asesorando a inmigrantes en situación ilegal en el proceso de obtención de su regularización. Me guiñó un ojo para saludarme, pues tenía las manos embadurnadas de harina, huevo y pan rallado. Junto a él, Aritz; era médico y visitaba regularmente a algunos ancianos del barrio que ya no podían acudir al comedor. Les llevaba comida caliente y vigilaba su salud y su soledad.
—Y tú, ¿qué labor haces aquí? —pregunté a Martina.
—Evalúo las solicitudes que recibimos, chica. Hay que mirar su renta, si trabajan o están en paro. Cuánto pagan de alquiler, si tienen familia... Cada vez son más. Y necesito ayuda.
Así fue como cambié el gimnasio por el comedor solidario. Bien fácil.
A la noche siguiente, María, la dietista encargada de elaborar los menús, me explicaba cómo atender la barra y dónde estaba cada cosa. Mientras charlábamos fueron llegando los usuarios habituales de la cena. Ancianos empobrecidos por sus míseras pensiones, subsaharianos que malvivían de la venta ambulante, gitanos que cada noche se tragaban el orgullo, ecuatorianos despedidos de sus trabajos, mujeres en paro acompañadas por sus niños impecablemente lavados y peinados... María saludó a cada comensal por su nombre mientras se iban sentando en sus lugares de costumbre. Del comedor surgía una cháchara agradable mientras yo preparaba jarras de agua y abría algunas botellas de vino. Martina ya me había advertido que muchas de aquellas personas no sólo buscaban alimento físico, sino más bien un lugar cálido y amigable donde reunirse, relacionarse y volver a sentirse seres humanos. Alimentaban su alma.
Noche a noche, yo también los fui conociendo. Saïd, que no podía comer cerdo; Carmen, con sus hijos Nicolás, Sara y Alex; dos chicos de Zimbabwe, Robert y Joshua, de los que nunca conseguí pronunciar bien el apellido (ellos tampoco el mío); Mario, ex-presidiario, ex-drogadicto y encargado de recoger los alimentos que nos donaban los bares, comercios y sociedades gastronómicas de los alrededores. Así hasta cuarenta personas. Pero los que mayor ternura me inspiraban eran Sagrario, una mujer con su escaso pelo blanco escrupulosamente peinado, vestida con sencillez y limpieza, que te miraba con dignidad envuelta en cariño, mientras arrastraba penosamente los pies. Siempre llegaba apoyada en el brazo robusto de Wilson, su vecino colombiano, albañil en paro, quien la hacía reír constantemente, piropeándola como sólo sabe hacerlo un cartagenero. Compartían una mesa para dos. Eran, sin duda, una de las parejas más curiosas y ruidosas de las que caían por allá. Y contagiaban su alegría en un lugar realmente necesitado de ella.
Así pasó el otoño. Mis brazos no necesitaron tonificarse en el gimnasio, pues cinco tardes a la semana atendía el comedor en el horario de cena y acarreando cajas y bandejas una se pone muy pero que muy en forma. Y otros dos días solía ayudar a mi amiga Martina a analizar las solicitudes que recibíamos. También llevábamos la contabilidad del proyecto. Confiaban en nuestra capacidad con los números; claro, éramos las del banco.
Y celebramos la Navidad. Mis padres no entendieron que no pasara con ellos la Nochebuena ni la Nochevieja. Pero mi sitio estaba allí, con la zambomba, el turrón, los confetis y el cava barato.
La noche que llegué tarde el silencio me sorprendió. No había voces; sólo, como he dicho, el ruido de la vajilla y las noticias, muy bajitas, en el televisor. La mesa de Wilson y Sagrario estaba vacía.
Pobre mujer, era tan mayor... La echaremos en falta, pensé mientras observaba las flores sobre la mesa desocupada. Sin duda las habría traído Wilson, su eterno compañero.
Las caras de mis colegas transmitían tristeza y melancolía. Intenté sobreponerme y me puse el delantal. En ese momento entró Sagrario, con su alegría escondida. Arrastraba los pies más de lo normal, del brazo de Javi, nuestro trabajador social, que me habló con ojos enrojecidos:
—Wilson. Se ha caído de un andamio. Había empezado a trabajar. Sin papeles.
Dedicado a las chicas y chicos del París 365
Jarauta 87
31001 Pamplona-Iruña
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